Una Nueva Cultura

Publicado revista MCLE Zürich

“La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida”, reza una canción de Vinicius de Moraes. Y el Papa Francisco retoma esta frase para recordarnos en la encíclica Fratelli Tutti que no basta con soportar al otro ni con tolerarlo a regañadientes, sino que necesitamos recuperar la cultura del encuentro.

Hay que decir que una cultura no es solo ideas y principios que organizan un estilo de vida, sino también son convicciones, entusiasmos, gestos cotidianos que van creando y desplegando modos de vivir. Por ejemplo, hay culturas marcadas por la competencia, el egoísmo y la indiferencia; así como hay culturas cálidas, inclusivas, cooperativas, etc.

Generalmente todos podemos percibir estas diferencias mediante la lectura de códigos de conducta y signos paraverbales como: gestos, expresiones faciales, posturas, tono de voz, miradas, silencios, movimientos de manos, distancias, proximidad, expresividad emocional, etc.

Además de estas manifestaciones, también podemos sentir la atmósfera emocional que rodea y envuelve esa cultura. Cuando escuchamos a alguien decir “he sentido mucha paz en ese lugar y con esas personas” o “me ha resultado pesado y me he sentido tenso con las personas de allí” lo que esa persona está expresando es ese sentimiento sobre la atmósfera emocional que cubre a un grupo y a un lugar.

La cultura de un lugar se siente, se percibe y, lamentablemente a veces también se contagia. Por eso, resulta imprescindible reflexionar sobre este tema.

Para ello, podemos empezar observando nuestra propia actitud. Por ejemplo, revisemos nuestros gestos, nuestra manera de acercarnos a alguien, etc. porque para ser consistentes con nuestra fe, la única cultura que podríamos propagar sería la del encuentro. Es decir, la disposición siempre abierta a todos por igual, sin ningún tipo de discriminación y menos aún de descarte.

¿Cómo podemos hacerlo?

Hay algunos gestos que inspiran y facilitan el encuentro como: Mantener contacto visual suave (sin invadir, sin esquivar), sostener una mirada atenta que expresa “te veo”, “me importas”; sonreír auténticamente; mantener una postura orientada hacia la otra persona; hablar con un tono de voz y ritmo cálidos; incluir pausas que inviten al otro a expresarse y saber callar mientras el otro habla.

Pero, ante todo, se requiere de una presencia y disposición auténtica ante el otro. El encuentro humano no se agota en lo que decimos o cómo lo decimos, sino también en cómo nos disponemos con el alma ante el otro.

Esa disposición es esencial. Expresa que estamos abiertos y que consideramos a todos como un interlocutor válido. Nadie sobra, nadie es inútil, nadie es prescindible, nadie es indigno de ser mirado, captado, comprendido y, por tanto, sujeto de un encuentro.

Incluso el que está en la periferia; aquel al que no solemos escuchar o que simplemente nos cae mal.

Únicamente desde esta perspectiva se puede hablar de fraternidad y de paz social.

La paz social evidentemente jamás se logrará con una cultura del desprecio o del descarte. La cultura que violenta la dignidad de las personas es una cultura que propaga violencia porque hiere profundamente al ser humano.

Cuando alguien nos desprecia o nos enseña una gestualidad de desvalorización – esa ceja que se arquea con burla, esa mirada que esquiva o se clava con dureza, ese gesto de desdén que parece decir “no vales”- lo que ocurre no es un simple roce superficial: se hiere la raíz misma de la dignidad.

La trama humana de la violencia inicia en esa herida.

Esa violencia y esa herida tienen un efecto devastador: activan en lo profundo del ser humano, la duda sobre su propia dignidad y puede propiciar que una persona se desprecie a sí misma. Si lo hace, entonces tampoco podrá apreciar a otras personas. Y de allí, surgirá una cadena de desencuentros, de actos violentos y de revanchas sociales.

El desafío es grande, porque todos llevamos dentro la tentación de despreciar lo que no entendemos o no nos gusta, pero sin ese esfuerzo, la paz jamás será posible.

No olvidemos las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Si las tomamos en serio, también debemos tomarnos en serio convertirnos en constructores de una cultura del encuentro.

Reflexionemos si estamos dispuestos a trascender el desagrado y ceder, abrir espacios sin prejuicios y reconocer en cada uno de los seres humanos a un hermano.

Aquí se juega lo más difícil de nuestra fe.

Al respecto, Jesús nos dejó un criterio claro: “Lo que hagan a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacen” (Mt 25,40).

Vivir la fe sin duda no es fácil, pero se supone que, si estamos comprometidos con ello, debería ser nuestra única opción.

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