El papa Francisco reflexiona en el segundo capítulo de la Encíclica
El papa Francisco reflexiona en el segundo capítulo de la Encíclica Fratelli Tutti en una de las parábolas más potentes del nuevo testamento y cuyo relato contiene muchísimas claves de la enseñanza de Jesús. Me refiero a la parábola del buen samaritano.
Recordemos que una parábola es una historia corta que pretende enseñar una verdad o responder a una pregunta y sitúa al oyente en su propia responsabilidad; es decir, no pretende adoctrinarlo sino estimular su propia reflexión por medio de una comparativa desde los hechos narrados, el contexto, los personajes y, sobre todo, una orientación hacia un compromiso personal y espiritual.
Las parábolas de Jesús son piezas literarias de un contenido pedagógico impresionante. Combinan realismo, sencillez, belleza y una creatividad sorprendente que, por decir lo menos, une lo conocido con lo desconocido; lo cotidiano de la vida humana con el mundo de lo Eterno.
Todas estas características se ven desplegadas de un modo maravilloso en la parábola del buen samaritano. Recordemos que se la contó a un hombre que le había preguntado: “…Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?”. A lo cual, Jesús le respondió con otra pregunta: “…¿Qué está escrito en la ley?”. El hombre, refiriéndose a Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18, le dijo “…Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo”. A lo que Jesús le señala “haz esto, y vivirás”; sin embargo, el hombre replica: “…¿Y quién es mi prójimo?”. Justamente respondiendo a tal pregunta es que Jesús narra la parábola del buen samaritano (Lucas 10:25–35).
Es decir que, Jesús nos ofrece la clave para comprender lo que implica la vida eterna desde el mayor de los mandamientos y, desde tal altura, nos invita a comprender lo que es la acción amorosa. Al final de la parábola, no tenemos una explicación teórica o normas doctrinarias sobre lo que es la compasión o la herencia eterna sino ejemplos y conductas humanas concretas.
Jesús nos abre el escenario del amor. Le pone situación, circunstancia, rostro, lo encarna, lo ubica en lo cotidiano y lo combina con el mayor de los mandamientos. Además, nos coloca sin discusión alguna ante la fraternidad y la reciprocidad, eliminando toda posibilidad de exclusión. El tú y el yo se unen en la diversidad. El prójimo abarca al conocido y al desconocido; al extranjero y al compatriota; al diferente y al similar; al de aquí y al de allá.
Esta noción de prójimo se refuerza también desde la actitud mezquina, insensible e indiferente del sacerdote y del levita, quienes evaden sus propias normas humanitarias y religiosas en una suerte de ceguera ante el otro. No “ven”, no se detienen, no socorren, no “reconocen” a su prójimo y no actúan amorosamente.
Un símbolo de las sombras en las que caminan las personas que excluyen a otras personas y “siguen de largo” y también de los “despojados” y “heridos” que viven en este mundo sin ser tomados en cuenta.
Pero, también un símbolo del poder de la misericordia que “nos mueve” y nos permite ver al prójimo como un cercano, como alguien digno de ser atendido y ante el cual, nos detenemos y aceptamos el desafío de cuidar de él sin necesidad de ser reconocidos o de algún tipo de agradecimiento. Compasión que se traduce en acciones concretas y en conductas concretas.
Es evidente que esta parábola posee una contundencia innegable para todas las nociones que recoge el papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti. ¿Cómo entenderíamos la fraternidad sino comprendemos quién es nuestro prójimo?
¿Cómo podríamos ser solidarios o compasivos si no comprendemos la fraternidad como acción? ¿cómo se entendería la fe si ésta no se expone ante los demás, ante el requerimiento del ajeno y del próximo? ¿cómo podríamos acercarnos a la fraternidad si no comprendemos el terrible error de la exclusión, del descarte de miles de personas, sea por su pobreza, vulnerabilidad, condición racial, social, política e incluso de confesión religiosa?
Queda claro que, para practicar la fraternidad, hay que empezar por comprender quién es nuestro prójimo. Miremos a nuestro alrededor y observémonos. Somos indiferentes, pasamos de largo, justificamos nuestra indiferencia o insensibilidad. Somos exclusivos y excluyentes.
Jesús nos habla de forma directa en esta parábola. Somos nosotros los que elegimos escucharlo. Así como insistió con el escriba para que se dé cuenta que la demanda del amor implica atención y disposición, nos sigue insistiendo a cada uno de nosotros.
La invitación queda hecha. En el camino de la vida no hay extraños, hay hermanos y hermanas. ¿Podríamos ser indiferentes a eso? Especialmente si lo relacionamos con: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. ¿Podemos evadir esta invitación?