Continuando con nuestras reflexiones acerca de la Encíclica del papa Francisco Fratelli Tutti, nos encontramos con los comentarios del pontífice sobre la necesidad y al mismo tiempo la ausencia, de un proyecto que nos una, que nos convoque y que nos encuentre.
No podríamos entender esta idea sino la enlazamos con una de las habilidad más importantes a la hora de hacer un proyecto: la capacidad de dialogar.
Dialogar es un verbo muy rico en nociones. Implica varias destrezas y habilidades: escucha, empatía, descentramiento; comprender la diferencia entre juicio y condena, entre posición personal e intereses comunes, entre otros.
Dialogar en otras palabras implica estar atento a los demás en una actitud de apertura y de escucha auténtica. Dialogar implica tener “oídos para oír” y reconocer al otro como un interlocutor digno “tratándolo como nos gustaría que nos trate a nosotros”.
Lamentablemente en nuestra cultura, el diàlogo se ha convertido en una especie de monólogo, en donde los poderosos, los expertos, los líderes, etc. usan la estrategia del debate, de la descalificación exacerbando las posturas y volviéndolas irreconciliables.
Como dice el papa Francisco “por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y por ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte”.
La destrucción del interlocutor parece el recurso más eficaz en la comunicación humana de nuestro tiempo. La competitividad ha arrasado la capacidad de escucha. Querer ganar, querer imponer, salirse con la suya es una especie de “habilidad” que se valora en muchísimos ámbitos.
Una práctica mezquina que anula y elimina millones de voces en el mundo, que deja de escuchar el clamor de miles de personas y que construye una sociedad dividida.
Y recordemos que Jesús ya nos advirtió que una casa dividida contra sí misma, cae y no prospera.
Pero ¿qué podemos hacer? Como lo he dicho varias veces, cuando miramos lo que hacen los políticos, los expertos, los líderes, los gobernantes solemos quedarnos con una sensación de que nos es ajeno, de que no podemos hacer nada para cambiarlo. Es decir, que nos dejamos contagiar de la cultura de la descalificación, del debate y de la polarización.
Los cristianos debemos asumir la responsabilidad de no ser cómplices de esta falta de diàlogo y para ello podemos empezar por revisarnos internamente. ¿tengo un diàlogo interno sereno? ¿tengo en mi interior luchas que me polarizan, que me dividen? ¿soy capaz de escucharme a mi mismo, escuchar mi cuerpo, mi mente, mi corazón? ¿existen dentro de mis diàlogos internos, posturas irreconciliables? ¿soy capaz internamente de abrirme ante nuevas ideas y soltar posturas rígidas?
Si no podemos sentir que somos capaces de dialogar con nosotros mismos en paz y en serenidad ¿cómo podríamos dialogar con otros? Si no podemos escucharnos a nosotros mismos ¿cómo podremos escuchar a los demás?
Miremos dentro de nosotros mismos y observemos si nuestro mundo interior también está dividido y polarizado. Si nuestra mente tiende a descalificar a otros, a aplastar a los que no estan de acuerdo con lo que pensamos o decimos.
La sociedad es la suma de las personas individuales. Cuando solamente ponemos los ojos en la sociedad como si no tuviésemos nada que ver con ella, podemos caer en el error de pensar que no es nuestro asunto.
Claro que es nuestro asunto. Crear un proyecto común es nuestro asunto. Si no lo hacemos, la polarización puede crecer y con ello, los fundamentalismos.
Es urgente que lo hagamos dentro de nosotros mismos y lo ejerzamos en nuestro medio más cercano. Dejemos de descalificarnos, de competir, de querer imponernos o buscar dominar o persuadir. Hagamos proyectos que propicien el “bien común”. Empecemos con nuestra pareja, con los hijos, con los amigos, con la familia. Solo ejercitando esta capacidad cotidianamente podremos darnos cuenta de que la división humana es un camino equivocado que profundiza la diferencia y elimina la profundidad de sentirnos semejantes.
El papa Francisco pone el dedo en la llaga cuando nos dice “La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores”.
Observemos con claridad a nuestros líderes para que podamos desmantelar dentro de nosotros mismos, la mentira cultural de un imperialismo ideológico basado en el egoísmo y la manipulación. No seamos rehenes de condicionamientos culturales que nos persuaden de competir con los demás. Solo cooperando podremos cuidarnos entre todos y cuidar este hogar común.
intereses económicos e ideológicos y podremos ser activos en la construcción de un mundo donde el debate sea diàlogo y termine la persuasión y la manipulación.
Si usted analiza los discursos de los líderes o políticos, seguramente advertirá (con excepciones) que se destruyen significados profundos para ofrecer un marketing de palabras. Libertad, derechos humanos, igualdad, progreso, etc. son nociones caricaturizadas en medio de discursos emocionalizados.
A modo de ejemplo, hablamos de libertad, pero no nos planteamos qué es la libertad realmente. Y aún más allá de esto, tampoco nos preguntamos con profundidad ¿quién es libre?
Es increíble como el mercado, el dinero y el capital se han adueñado de esta palabra, mientras el ser humano cada vez es menos libre ante las fronteras, ante su derecho al trabajo, ante su derecho a una vivienda digna, a la salud, etc.
Y es aún más triste, darse cuenta de que la noción de libertad también es usada para exacerbar posiciones y polarizar al ser humano. Evidentemente una práctica que nos divide, que exaspera la desconfianza y reduce la posibilidad de “cuidarnos”.
En la pandemia esto ha sido muy evidente. Las teorías conspirativas y muchas posturas políticas han dejado al descubierto la tremenda desconfianza que existe en la población y la tremenda brecha entre el cuidado por el bien común y los intereses particulares de grupos reducidos. Un caldo de cultivo en el que crece con facilidad el miedo, la violencia y la división. De hecho, ya estamos siendo testigos, de una polarización cada vez más cruda entre los “creyentes y no creyentes” de las vacunas, del uso de mascarillas, etc. Ya somos testigos, nuevamente de una cultura del “descuido” y por tanto de una cultura que no puede dialogar.
Como dice el papa Francisco de modo elocuente “En esta pugna de intereses que nos enfrenta a todos contra todos, donde vencer pasa a ser sinónimo de destruir, ¿cómo es posible levantar la cabeza para reconocer al vecino o para ponerse al lado del que está caído en el camino?”
Ante los hechos y ante la pregunta del Papa Francisco, los creyentes debemos responder con actos concretos en nuestra vida diaria. Revisarnos constantemente para no caer en esa mercantilización superficial de la vida; en esa necesidad de destruir a otro para supuestamente ganar o de caer en la apatía mental dejándonos arrastrar por la corriente.
Amar no es un verbo muerto, es un verbo que exige cuidarnos y cuidar del prójimo, del mundo que nos rodea y estar atentos a la “persuasión mediática” porque si no somos libres de toda esa manipulación cultural y de esos discursos de éxito, de soberbia, de vanidad, etc. muy difícilmente podremos comprender lo que significa realmente “bien común”.
De qué sirve tanta innovación, tanto progreso, tanta tecnología si ni siquiera hemos enfrentado la falta de libertades mínimas de millones de personas en el mundo; si no siquiera hemos descubierto la manera de eliminar las diferencias económicas; si ni siquiera hemos coincidido en la noción de salud o de dignidad.
Un proyecto para todos implica pasar por la comprensión de la unidad que nos convoca. Y para comprender la unidad necesitamos soltar primero esa defensa mezquina de ese “yo” tan alimentado de egocentrismo, vanidad e individualismo. ¿Cómo hacerlo? Empecemos por cuidarnos a nosotros mismos, cuidar de nuestros pensamientos, de nuestras palabras, de nuestras emociones. Cuidar la pequeña o grande parcela de naturaleza que tenemos; cuidar al vecino, al que nos necesita, al que nos pide y al que nos reclama. Quizá en ese ejercicio personal está la clave de la unidad humana y por tanto, la posibilidad de vivir en medio de un proyecto que congregue y sirva realmente a ”todos”.