“…podemos realizar un mundo que es justo como un todo, en el que los accidentes del nacimiento y la nacionalidad no desvíen profundamente y desde su inicio las oportunidades vitales de las personas. Debido a que todas las teorías occidentales importantes sobre la justicia social comienzan desde el estado nación como la unidad básica, es probable que se requieran nuevas estructuras teóricas para pensar adecuadamente este problema.”
Martha Nussbaum, in Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership, 2007
Según los datos de las Naciones Unidas existe un aumento del número de migrantes de aproximadamente el 60% en los últimos 25 años o de más de 25% en la última década. Dada la envergadura de este movimiento, las palabras de Martha Nussbaum resultan muy acertadas pues un cambio de tal magnitud en la perspectiva sociodemográfica, económica y política del mundo también supone la necesidad de revisar la lógica subyacente para enfrentar los retos que supone.
Generalmente en las discusiones sobre migración de los organismos internacionales, se describe esta realidad por medio de datos cuantitativos, sea de personas, flujos, procedencia y destino, pero no se aborda lo fundamental: la lógica sobre la cual se sustentan estos hechos.
En este artículo pretendo aproximar al lector a una reflexión sobre el paradigma de la lógica del poder y su semántica social, enfocada a la migración y a los derechos fundamentales recogidos en la Declaración universal de los derechos humanos que fue proclamada por las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948 y ratificada por la mayoría de los países del mundo occidental.
Como todos sabemos, esta declaración marcó un hito en la historia de la humanidad, sobre todo porque nació de la demanda de un cambio de paradigma en cuanto al orden mundial. Así nos lo deja ver con claridad su preámbulo
“Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias.”
Como podemos dilucidar por estas palabras, poco a cambiado el panorama global que propició tal declaración. Sin embargo, no por ello estas consideraciones han perdido su vigencia. Las altas comisiones de las Naciones Unidas y varias de sus entidades reclaman la necesidad de alinear esfuerzos internacionales para garantizar la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales de los migrantes y de los países de acogida.
¿Pero, acaso estas declaraciones se traducen a la realidad? Es importante reflexionar sobre esto, porque toda brecha entre lo que se declara y los hechos reales, genera “disonancia cognitiva”; es decir, un sentimiento de confusión y sospecha. Una especie de realidad paralela.
Por un lado, el mundo de la diplomacia y la política internacional llena de discursos pro-derechos; y, por otro, la frustración de las organizaciones humanitarias no gubernamentales, de las comunidades y personas que trabajan con refugiados, asilo y migración y que cada vez ven sus esfuerzos frustrados por normas y procedimientos legales que solapan una criminalización de la migración. Bajo este panorama, es justificado preguntarnos si la política mundial se rige por principios o por intereses.
Salvando toda generalización, hay que afrontar el hecho que detrás de todo este orden mundial, existe una lógica de poder que juega en el tablero político y económico impactando a pueblos enteros. Si observamos cómo funciona la lógica del poder, advertiremos que los principios recogidos en la Declaración universal de los derechos humanos quedan como meras declaraciones estéticas que evocan una ética cada vez más utópica y alejada de los hechos.
Si regresamos a la historia podemos advertir las consecuencias que provoca este divorcio. Una de ellas es la implementación de una nueva semántica alrededor de símbolos, signos y palabras. Me refiero a la transformación, eliminación y sustitución de significados sociales y representaciones colectivas.
Pensemos, por ejemplo, cómo se comprenden los derechos humanos en la política migratoria; derechos como el derecho a la vida, la igualdad ante la ley; el derecho al trabajo, la educación; o los derechos colectivos como el desarrollo y la libre determinación de los pueblos. Observemos en los foros internacionales y en los convenios políticos locales cuál es el contenido semántico que se asocian a estas palabras.
Investiguemos el significado que se construye y se transmite no solo mediante el lenguaje oral o el lenguaje escrito, sino también el que expresan las imágenes o las formas de los medios de comunicación y del mercado del entretenimiento (cine, juegos, videos). De este modo, tendremos un panorama amplio para comprender cuál es el sentido que empieza a divulgarse culturalmente sobre los procesos migratorios y qué relación se busca establecer con los receptores.
Es fácil deducir que, si la semántica cultural sobre los derechos fundamentales encuentra su base en los discursos de la lógica del poder, éste terminará matizando la comprensión social y política de todos los demás derechos que le son consecuentes.
Pero ¿cómo funciona la lógica del poder en el tablero de la semántica cultural? No es mi intención abarcar la complejidad de este tema, pero me atreveré a proponer al lector algunas claves.
La lógica del poder contiene en sí misma, dos presupuestos básicos: la desigualdad y el sometimiento. Si observamos su dinámica advertiremos que su concepción antropológica nada tiene que ver con la igualdad o la dignidad humana, pues sostiene una división entre mejores y peores; en la que los mejores detentan los recursos, el conocimiento, las estrategias, la capacidad y la competencia de regir y gobernar. Evidentemente, tal regencia debe perpetuar esta división de modo que todo el sistema se mantenga y con ello, se garantice el sometimiento.
En esta lógica, aunque los discursos estén llenos de palabras relacionadas con los derechos universales, podremos encontrar rápidamente enormes inconsistencias que relacionan derechos universales con utilidad y lucro. Si observamos con detenimiento encontraremos un desplazamiento de los principios humanitarios por el crudo y duro interés.
Esto se puede ver con claridad en muchas de las declaraciones y foros internacionales en donde se hace hincapié en los impactos económicos y sociales dejando de lado, el impacto de este movimiento en los derechos humanos y de los pueblos; y sobre todo, en la comprensión cultural de los mismos.
En lo particular, si usted observa con atención, la mayoría de las propuestas de integración a los migrantes o de inclusión, subrayan la capacidad de las personas para insertarse en el mercado de trabajo, sistema fiscal y tributario del país receptor.
Los analistas, expertos y asesores de las políticas de migración generalmente promueven programas controlados en donde la premisa es la utilidad para la economía del país receptor. Así vemos como se alienta la migración de trabajadores altamente cualificados, estudiantes e investigadores, trabajadores temporeros y trabajadores huéspedes, pero se criminaliza a quienes no “suponen” un beneficio para la economía.
Sin duda, la política migratoria se mueve dentro del tablero de la lógica del poder y de la utilidad económica. Los intereses del mercado laboral y de la economía geopolítica son los fundamentos dominantes.
De esa lógica de intereses surgen las discusiones sobre el control de las fronteras, la cooperación internacional, las normas de deportación, etc.
Esta lógica de salvaguardar los intereses del poder extiende su semántica a la noción de los intereses nacionales o regionales. Y desde allí, el paso se amplía a términos de seguridad pública. No es difícil encontrar defensas de la restricción de la migración con argumentos basados en la defensa del interés nacional y de la seguridad ciudadana.
Pero ¿de qué seguridad estamos hablando? ¿Seguridad económica y laboral o seguridad en general? Pues aquí empiezan muchos equívocos. Los intereses particulares del poder se trasladan a los intereses de los ciudadanos y además se los ata a la noción de pérdida potencial de seguridad. De allí que se extiende la comprensión sobre la migración en términos culturales de “defensa” y “amenaza”.
Clave semántica que hace comprensible que calen frases que realzan el orgullo de pertenencia a una nación y la defensa de su integridad y estabilidad. Preludio perfecto para los muros y las fronteras cerradas.
Desde ese equívoco también se entiende que las personas conciban al extranjero como una carga en el caso de que no pueda insertarse en la economía y como una amenaza que arrebata puestos de trabajo, prestaciones sociales, etc.
En pocas palabras, esta clave multiplica la lógica del poder en las calles, en las escuelas, en los medios de comunicación, en los foros barriales, etc. El centro de toda reflexión o discusión se desplaza totalmente y el sentido de los derechos humanos y los principios fundamentales de convivencia integra a su construcción social nociones de “interés y beneficio” y una semántica de lucha, defensa y amenaza.
Basta echar un vistazo a la historia para advertir que esta lógica procede de la misma fuente que la lógica de la guerra y la violencia que un día impulsó a la Declaración de los derechos humanos universales en 1948.
Hay que decir que la política migratoria se construye en el imaginario colectivo sobre fundamentos de interés y no de principios humanitarios. Cruda manifestación de la lógica del poder.
No existe poder más perverso que aquel que anula la propia capacidad de respuesta de cada persona y la convence de que “hay expertos más competentes y probos para encontrar soluciones” o peor aún, que logra adormecer por completo toda capacidad de análisis y transforma a las personas en engranajes de un sistema de sometimiento que repite e interioriza discursos en una especie de resignación colectiva.
Lo más grave de la lógica del poder es creer que no lo es, incluso cuando los hechos hablan de todo lo contrario. Sutil perversidad porque no aparece expresamente como violencia sino como protección camuflada que promueve el conformismo, la impotencia y hasta anticipa el comportamiento de la población, ampliando su capacidad y ratio de acción.
Sin duda, el mayor signo de la lógica de poder es que ya no necesita de las cadenas, las prisiones o la esclavitud porque siembra y distribuye ideas, significados y representaciones colectivas que convencen a las personas de que realmente su lógica es la correcta.
Como señala el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han, el poder “articula el mundo nombrando las cosas y determinando su “hacia dónde” y su “para què”. El poder crea significatividad configurando un horizonte de sentido en función del cual se interpretan las cosas.”
La política migratoria mundial es, como muchas otras políticas, una más de las expresiones de esta lógica.
Las consecuencias son innegables: muerte, violencia, mafias, trata de personas, violación de todos y cada uno de los derechos humanos en las fronteras o en las rutas de migrantes, brotes de xenofofia en todo el mundo, orgullos nacionales de tintes fundamentalistas y lo más grave, una aceptación irreflexiva de millones de personas a una semántica violenta que promulga la “tolerancia cero”.
Las declaraciones sobre los derechos humanos de los migrantes empiezan a quedar en letra muerta y la resignación empieza sutilmente a modificar el sentido de los derechos inalienables situándolos en una especie de utopía que sirve para “convencer” y no para “orientar”.
Cuando la teoría empieza a divorciarse de la práctica, cuando las palabras empiezan a aludir ideas en vez de realidades, sin duda, estamos en un camino peligroso.
Ninguna declaración o compromiso por más audaz que se presente va a cambiar la realidad a menos de que todos, interpelemos como primer paso a la lógica del poder.
Interpelarla desde la recuperación digna de nuestra autonomía para discernir lo que es moralmente correcto y coherente con nuestra naturaleza social y comunitaria.
Pero para poder interpelarla, se requiere de mantener una mentalidad atenta a los condicionamientos socio culturales a los que hemos estado expuestos. Interpelar la lógica del poder también requiere del coraje necesario para pasar de la teoría y del mundo del pensamiento al mundo de los hechos, de las estadísticas con rostro, de las historias biográficas de nuestros vecinos migrantes, asilados, refugiados, pobres, ricos, poderosos y vulnerables.
En otras palabras, para saber interpelar la lógica del poder, tenemos que salir del tablero que sostiene esa lógica. Como decía Einstein no podemos pretender resolver un problema bajo la lógica que lo ha creado.
Esto no quiere decir que tenemos que echar abajo todo nuestro aprendizaje, solo quiere decir que tenemos que estar libres de levantar muros argumentales para defender lo que “siempre hemos creído” o lo que “sostiene la mayoría o los expertos”. Libres de muros y defensas, podremos observar las bases valóricas y quizá recuperar el sentido profundo de la declaración de los derechos universales de los pueblos.
Una vez que seamos capaces de interpelar a la semántica de la lógica del poder, seguramente seremos capaces de recuperar en nuestra significación interna la cualidad universal de los derechos de los que todos somos portadores por el mero hecho de existir.
Recordemos al efecto que, el principio de universalidad enfatiza que “los derechos esenciales del hombre no se derivan del hecho de que sea nacional de un cierto estado, sino que se basan en atributos de su personalidad humana».
Sin duda, Martha Nussbaum tiene razón, necesitamos nuevas estructuras teóricas y si nos atrevemos a interpelar la lógica del poder, quizá la inteligencia de la compasión emerja como el ave fénix y desde allí, renueve no solo la semántica cultural sobre los derechos humanos sino, sobre todo, la mentalidad con la que afrontemos nuestros problemas comunes y la cotidianidad de la convivencia manifiesta en el trato que usted y yo demos a nuestros semejantes.