Más en Obras que en Palabras

Publicado en Boletín mensual de la MCLE-Zürich

Siguiendo con nuestras reflexiones sobre la exhortación apostólica del papa Francisco, me gustaría que nos detengamos en la frase de san Ignacio de Loyola al respecto de las actitudes propias del amor.

Dice san Ignacio: “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”

A veces, los seres humamos vivimos entrampados en las palabras. Nuestra mente está llena de discursos, teorías e ideas. Todos los días acumulamos más y más pensamientos, más y más conocimiento. Nunca como antes en la historia, los seres humanos hemos estado tan expuestos a las palabras. Los medios de comunicación lo han facilitado e incluso las redes sociales han creado un esquema de comunicación basado casi exclusivamente en las palabras, dejando en un segundo plano al contacto personal.

He escuchado más de una vez, comentarios como: – me siento más segura escribiendo por mensajes a mis padres que teniéndolos frente a frente- Incluso hay parejas que, en medio de una crisis, prefieren comunicarse por mail o por mensajes de texto.

Las palabras han tomado un tremendo papel gracias a las redes sociales.

La pregunta que surge es: ¿acaso bastan las palabras para manifestar la realidad humana?

Evidentemente que no, pues la comunicación rebasa a las palabras y el contacto humano en el mundo afectivo implica más que el lenguaje. La palabra es vacía cuando no posee su contraparte en los hechos, en las obras, en los comportamientos, etc.

Recordemos que las palabras y todo el sistema de lenguaje son la manifestación más exclusiva que posee el ser humano en su afán por comunicarse desde toda la riqueza que posee su existencia.

No existe ninguna palabra en ningún idioma del mundo que no se origine en este hecho y mucho menos, las que se refieren a vivencias de índole emocional, sentimental o de transmisión de valores.

Cuando decimos -te amo- al mismo tiempo estamos declarando que estamos comprometidos a hacer de esas palabras una realidad concreta. De esta manera, nuestras obras dotan de sentido a las palabras y al mismo tiempo, las palabras se convierten en un espejo de la realidad.

Tal consistencia y unidad permite a la palabra convertirse en un signo vivo. Un signo vivo que implica también la posibilidad de sentir confianza en el que emite el mensaje. Si la palabra se corresponde con los hechos y con la vida del mensajero, confiamos. Si la palabra no se corresponde con la realidad, desconfiamos.

Esto se puede ver con mayor claridad cuando comprendemos el lenguaje en su función metalingüística. Es decir, cuando nos enfocamos más en cómo se dice y cómo se recibe un mensaje.

¿Cuántas veces, hemos sentido que las palabras se desarman por el contexto emocional en el que son expresadas? ¿Cuántas veces nos quejamos de la falta de correspondencia entre lo declarado y las acciones que deberían sustentarlo?

Con seguridad, el amor es una realidad que evidencia esta necesidad de coherencia. ¿De qué serviría un discurso de amor por más letrado o bello que sea, sino tiene la vida zumbando entre sus letras? Debemos reflexionar sobre esto, aunque nos parezca sencillo y de sentido común. Si podemos someternos a una impecable observación sobre nuestra propia coherencia, seguro advertiremos muchas áreas de trabajo personal.

Preguntémonos por ejemplo ¿mis promesas contienen la intención de cumplirlas? ¿lo que afirmo o juzgo se ajusta a mi propia realidad? ¿uso el discurso para ocultarme o jugar un rol? ¿tengo la conciencia de que toda declaración conlleva la responsabilidad de edificarla?

Empecemos haciendo un examen personal y luego, pasemos a mirar la tremenda incoherencia entre los discursos actuales y la realidad. De este modo podremos advertir aún más la responsabilidad de ser consistentes.

Es triste observar como en el mundo, miles de discursos de políticos y líderes mundiales están más encaminados en impactar en la opinión pública, usando palabras bonitas, emocionales o positivas en vez de manifestar la realidad tal como es. Por ejemplo, existen discursos sobre la paz mundial que ocultan hechos contrarios. Muchas veces, detrás de estos discursos hay acciones que más bien propugnan la división humana, el negocio de venta de armas o políticas discriminatorias.

En la misma línea, es triste confirmar que muchos cristianos han degradado las prácticas religiosas con una vida totalmente inconsistente con lo que predican.

Imagino que, ante esta realidad, todos comprendemos la enorme responsabilidad de ser consistentes entre lo que decimos y lo que hacemos.

El amor, sin duda requiere obras, actitudes y comportamientos consistentes. Evidentemente es una tarea que requiere atención, compromiso y disciplina. Una tarea en la que ciertamente cometeremos muchos errores sin poder ser coherentes en un 100%. Sin embargo, no por su complejidad, nos exime de hacerlo.

Quizá para entender y reconocer la unidad que existe entre el amor y las obras, es necesario reflexionar sobre estas dos afirmaciones de Jesús. “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos.” y su evidente enlace con la frase recogida en el evangelio de Mateo cuando afirma “Por sus frutos los conoceréis”.

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