Hay ciertas nociones que en la exhortación apostólica “Amoris Laetitia” son pilares fundamentales para
comprender lo que el Papa Francisco plantea como orientación a las parejas y familias cristianas. Una
de esas nociones se refiere a la unión familiar. Por esta razón reflexionaremos brevemente sobre su
alcance y sentido.
¿A qué unión se refiere este documento? Evidentemente, unión no es el mero hecho de vivir con alguien
o compartir un espacio común. La unión no es una reunión de personas, así como la unión de notas
musicales no es la música.
Tampoco es el error romántico de pensar que, por ejemplo, la unidad de una pareja es la unión de dos
mitades que se complementan o se completan.
La unión que plantea el documento evoca algo mucho más hondo. Evoca ese sentimiento de unidad,
de igualdad, de semejanza y aceptación incondicional que va creando en medio de la convivencia y del
amor, un espacio íntimo de confianza, cercanía, comprensión del vínculo y, sobre todo, vivencia del
amor como donación libre, voluntaria y consciente.
En todo vínculo amoroso existe esta necesidad de unidad. Todos nos entregamos gracias a esa fuerza
y cuando esta cualidad nos falta, sentimos soledad aun cuando estemos casados, viviendo en familia
o entre un gran número de personas. Es entonces cuando nos damos cuenta de la diferencia entre
estar juntos, convivir y vivir en unión.
Como no somos medias personas no podemos aceptar ser mitades para otros o partes que deben
adecuarse al entorno. Como no somos objetos, tampoco podemos concebir el eliminarnos, adaptarnos
en fragmentos o desaparecer para gusto o beneficio de los demás. Convivir no es una lucha
permanente por sobrevivir a los intereses de otros. Compartir no es sacrificar nuestros valores o destruir
nuestra identidad. Y en este sentido, la familia no puede ser una comunidad violenta en donde se vive
la unión como sumisión, imposición del más fuerte sobre el más débil o eliminación de unos por otros.
Sin duda la mala comprensión de la unidad familiar puede reproducir una sociedad enferma en donde
la violencia del egoísmo e individualismo sea aceptada como una forma de relacionarnos con los
demás.
Y no sólo eso, sino que, si entendemos y vivimos la unión como mera agregación de personas en una
familia en donde cada una lucha por su libertad, su auto realización, su interés personal, etc., estaremos
afectando a nuestros hijos en su autoestima, en su capacidad de amar y, sobre todo, en su comprensión
de la vida y su sentido.
La unión a la que los creyentes estamos llamados es todo lo contrario a esa violencia que nos divide
entre mejores y peores; fuertes y débiles, luchas por ganar, etc. La unión entre la comunidad cristiana
es reconocer en cada persona un ser completo, pleno y totalmente valioso por sí mismo. Es la
manifestación de reconocer nuestra semejanza más profunda.
Y es la familia, el primer eslabón de esta realidad pues es el primer lugar en el que nuestros hijos
comprenden la diferencia entre unión sin respeto y unión como comunión.
Para que esa unión sea una manifestación del amor, es necesario que nos reconozcamos y nos
amemos como personas completas. Sin duda, el mayor desafío de lograr intimidad en pareja y familia
porque implica habilidades como: empatía, saber escuchar, tolerar las diferencias, aceptar las
dificultades, perdonar, comprender, confiar y permitir la libertad de los que amamos.
Como se puede ver, nos remite a desarrollar habilidades muy complejas no por difíciles sino porque
nos implican directamente y nos exigen atención constante ante las distracciones del mundo, del
egoísmo, del placer individual y de la codicia emocional.
Sólo en estos términos se entiende esta frase: “Se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”
(Mt. 19,5; Gn 2,24). A la luz del mensaje de Cristo, la unidad se comprende como comunión total de
dos existencias, de dos presencias que se encuentran íntimamente y aceptan el desafío de
comprenderse mutuamente.
Ya en nuestra vida diaria, este desafío de ser unidad es el mejor de los regalos del amor. No estaremos
exentos de problemas, pero como hemos dicho en los artículos anteriores, la vida no es la ausencia de
problemas sino la posibilidad de enfrentarlos creciendo y siendo mejores personas.
Por último, hay que decir que la unión al ser comunión espiritual implica un diálogo constante con
nuestra pareja, hijos, padres, hermanos y comunidad. Quien no puede dialogar, es decir, abrir su
corazón y su mente para escuchar a otro sin juicio o expectativa no podrá encontrar las demás
habilidades a las que hemos hecho referencia.
La pregunta que siempre surge cuando hablamos de habilidades propias del amor es si es ¿posible en
la vida cotidiana? A veces, nos parece muy complicado llegar a esa intimidad profunda, pero vale la
pena que nos esforcemos por lograrlo observando con honestidad nuestros pensamientos y actitudes.
Solo en el camino podremos darnos cuenta si lo estamos construyendo o tenemos que redireccionar
nuestro comportamiento. Solo siendo honestos con nuestros límites, debilidades y alcances
lograremos saber cómo hacerlo. Lo contrario es quedarnos apáticos, sumidos en la pasividad y
justificándonos con frases como: – es muy complicado -; – es difícil -; -requiere demasiado trabajo -;
etc.
Los cristianos debemos encontrar por nosotros mismos la belleza que engendra vivir en comunión pues
esta posibilidad es crucial en la vivencia del amor y del mensaje de Cristo.