¿LA PANDEMIA DEL MIEDO O DE LA RESILIENCIA?

Muchas veces las calamidades visibilizan las fortalezas y las debilidades que existen previamente y que, de alguna manera, también las propician y sostienen. La gestión humana sobre esta combinación puede dar paso a un aprendizaje o a un entorpecimiento de este.

La pandemia por el COVID-19 nos ofrece un escenario propicio para observar cómo funciona esta diferencia.

Iniciemos aclarando que por aprendizaje entendemos una transformación positiva en la persona y en la sociedad. Desde esta noción, podríamos decir que el aprendizaje que surge en medio de una crisis es la puerta de la resiliencia.

La resiliencia no es mera resistencia o una actitud pasiva que soporta los embates de la vida, sino que implica un movimiento que va desde el impacto que produce una situación traumática, su aceptación y el ajuste creativo que trasciende la experiencia.

De este modo la resiliencia transparenta esa cualidad humana de transformar las debilidades en oportunidades y las amenazas en fortalezas. En otras palabras, alude directamente a nuestra cualidad de apertura al mundo y de temporalidad. Somos seres vulnerables a lo que ocurre en nuestro entorno y nuestra existencia se mueve en el tiempo.

Tal dinamismo nos ofrece la puerta para comprender que siempre podemos cambiar de rumbo, especialmente cuando advertimos que el camino que estábamos transitando no es el adecuado.

Pero hay que decir que este cambio, aunque tiene la potencia de la oportunidad también guarda la llave del miedo. Lo desconocido e imprevisible nos asusta. Nos atemorizamos ante la imposibilidad de controlar la situación y podemos llegar a sentirnos desamparados e impotentes.

En la pandemia, esta experiencia se ha propagado al mismo tiempo que el virus. El miedo ha recorrido el mundo sembrando pensamientos catastróficos y desencadenando una serie de comportamientos que, sin duda, entorpecen la resiliencia.

Trataremos en estas líneas de comprender cómo funciona el miedo en los seres humanos. Le propongo al lector que vaya recorriendo este camino mientras se observa a sí mismo.

Las personas cuando actuamos desde el miedo, lo hacemos desde la sensación de amenaza. Esta amenaza gatilla un mecanismo reflejo de angustia que a su vez provoca huida o ataque.  Nuestro cerebro primitivo desencadena esta reacción como un signo de alerta a nuestra supervivencia. Hasta este momento, el miedo posee la sabiduría de nuestro cuerpo y  resulta muy útil, pero puede complicarnos cuando esa reacción es interpretada por nuestra psique como una amenaza continua, máxime si es catastrófica o se alimenta de la memoria con experiencias similares. Entonces el miedo crece y se argumenta a sí mismo.

Hemos pasado de la reacción a la respuesta y no necesariamente esto se traduce en la acción correcta. Una serie de interpretaciones subjetivas, cuya complejidad dependerá de cada uno y en la que, los condicionamientos culturales y sociales juegan una tremenda importancia asumen el protagonismo.

Muchos comportamientos y actitudes se pueden comprender desde este mecanismo. Por ejemplo, la resignación colectiva, el entretenimiento que evade la realidad o la indiferencia. Lo mismo ocurre con las diversas manifestaciones de ataque, que suelen ser camufladas en actitudes violentas manifiestas o encubiertas.

Lo hemos palpado en esta pandemia en la que lamentablemente, hemos visto crecer la depresión, el sentimiento de soledad; el aislamiento; la multiplicación de la violencia intrafamiliar; la agresividad en las protestas colectivas; la descalificación y, hasta la arremetida a varias organizaciones y personas bajo teorías conspirativas.

En general, podríamos decir que el miedo como respuesta de supervivencia debería significar sensación y acción correcta, pero dada nuestra complejidad subjetiva, se puede convertir en una amalgama de presagios, análisis y síntesis que, muchas veces carecen de sentido común y que provocan cerrazón y aislamiento.

Esta cerrazón evidentemente no favorece la resiliencia porque se basa en la desconfianza y en la suspicacia. Dos elementos que no permiten la trascendencia en el ser humano, sino que, por el contrario, lo aíslan y provocan angustia constante; es decir impiden la serenidad en el razonamiento.

Como una proyección de esta cerrazón y angustia, los seres humanos buscan suprimir el miedo y para ello, cuentan con una centena de imágenes culturales que aluden a fortaleza. Fortalezas psicosociales centradas en la medida de “grandeza”. Allí nace la valoración por lo mejor, grande, abundante, enorme, mayor, etc.  La ilusión radica en que esa grandeza es proporcional al sentimiento de seguridad personal y a la disminución de la angustia ante el cambio, la enfermedad e incluso la finitud. La pregunta que surge entonces es: ¿a qué nos referimos cuando pensamos en lo grande, lo mejor, lo mayor? Evidentemente, calza aquí todo tipo de condicionamiento comparativo y, por tanto, divisivo.

El problema se vuelve más complejo cuando esta grandeza material y cultural se enlaza con la idea de libertad.  Desde este punto de partida, la libertad se entiende en los mismos términos, es decir en la medida de cuán grande es. El problema con esta manera de pensar es que una libertad expansiva se convierte en restrictiva para los demás. De este modo, se propaga el equívoco de que el egoísmo y el individualismo garantizan la seguridad. Lamentablemente lo hemos visto en este tiempo de pandemia en actos de acaparamiento de insumos médicos o víveres de primera necesidad.

También ha quedado palpable en los diferentes rostros del confinamiento, desde el uso de islas privadas en contraste con los campos de refugiados donde el metro de distancia es imposible o la nula democracia en la atención sanitaria.

Hemos podido ver cómo miles de personas se han quedado sin vivienda, sin alimentos y sin ningún tipo de protección bajo el paradigma de “sálvese quien pueda” al más crudo darwinismo social.

 

En este contexto, los migrantes indocumentados sin duda son un síntoma claro de lo absurdo de este paradigma. Muchos de ellos, no han podido acercarse a los servicios sanitarios por miedo a la deportación o simplemente por temor a ser discriminados como personas de segunda clase; otros han perdido sus trabajos sin la mínima posibilidad de defender sus derechos.  Y hay que decir con claridad, que han enfrentado la violencia de comunidades enteras que los siguen tachando de amenazas.

 

Crudas experiencias que, lamentablemente, revelan la indigna desigualdad en todos los ámbitos y mantienen un clima de miedo y estrés constante en toda la humanidad.

Situación que sostiene el círculo vicioso del mecanismo primitivo del miedo y, del que se aprovecha la lógica del poder con todos sus artilugios incluso empleando una lingüística de guerra a todas luces inmoral.

Pero como decíamos al principio, el ser humano también puede aprender y observar sus errores para enmendarlos en medio de una crisis. Así como hemos palpado el dolor de la humanidad por la miseria, la pobreza y la discriminación, también hemos sido testigos de miles de personas trascendiendo el miedo y apostando por el valor de la vida.

Abundan los ejemplos: la entrega de los empleados sanitarios; la solidaridad, la sensibilidad para acompañar a los moribundos y a sus familias y cientos de iniciativas de cooperación internacional.

Hemos advertido que cuidarnos implica reciprocidad; que el vecino es tan importante como nosotros mismos y que nuestra vulnerabilidad pasa por la conciencia de comunidad.

En este contexto, también hay que decir que la pandemia ha  visibilizado la compasión de la mayoría por los más vulnerables.

En las primeras páginas de los medios de comunicación se han recogido actos solidarios, campañas y acciones a favor de los ancianos como epicentro del drama, de los sufrientes, de las víctimas del racismo o la segregación.

Otro tanto a ocurrido con los migrantes. Ahora sus tareas han pasado a ser consideradas como “esenciales” y hasta se los ha convertido en super héroes.  Por fin se ha advertido que son ellos los que nos dan de comer; los que producen alimentos, los que cuidan los recursos agrícolas, ganaderos y pesqueros; los que limpian toda clase de rincones y aseguran la higiene colectiva; los que cuidan a los que necesitan y realizan todo tipo de trabajo sin importar cuánto peligro reporta.

Ahora sabemos que miles de ellos han arriesgado su vida por todos nosotros y otros miles han muerto por hacerlo.

 

Como se dará cuenta el lector, estamos ante un escenario totalmente diferente al que se teje cuando el ser humano actúa desde el miedo.

 

¿Cómo ocurre? Pues, así como el miedo propaga la amenaza, también alerta del valor que late detrás.  Enfocar el pensamiento en el valor y no pasar a la interpretación catastrófica hace una enorme diferencia. En esta pandemia, el valor que está en juego es la vida y la salud como una de sus cualidades más visibles.

Valor que se expresa en términos positivos ya que la salud es más que la ausencia de enfermedad pues implica el sentimiento de bienestar. Un bienestar que, a su vez, reclama más allá de un sistema sanitario o de una economía sólidos, un medio ambiente sano; un planeta cuidado y amado; un respeto por los ecosistemas; confianza comunitaria y la posibilidad de vivir el cuidado recíproco.

Desde esta perspectiva, es evidente que enfrentar al COVID_19 no es un tema de lucha entre fortalezas y grandezas, sino que depende directamente de la conciencia de los valores que nos atraen detrás de las crisis y las calamidades. Valores que, por sí mismos, nos enseñan con los hechos que se fraguan en medio de la compasión, cooperación y cuidado mutuo.

Valores en los que la libertad no se comprende como expansión sino como un estado colectivo ¿de qué sirve el confinamiento si solo unos lo pueden hacer? ¿de qué sirve la mascarilla si solamente la llevan los que pueden comprarla? ¿de qué sirven todas las medidas de seguridad si no son aplicadas por todos?

La vida no se teje por fragmentos sino en unidad y la salud mundial solamente se logrará cuando todos podamos comprenderlo.

La pandemia del COVID-19 ha puesto en primera línea todas nuestras debilidades y fortalezas. ¿Seremos capaces de trascender el miedo y apostar por el valor de la vida? ¿Aprenderemos a exigir a nuestros gobernantes una economía al servicio del bienestar? ¿Demandaremos que la salud se concentre en la prevención más que en la curación? ¿las organizaciones internacionales aprenderán a ser independientes de los poderes geopolíticos?

Si la pandemia deja entre sus huellas esta conciencia, quizá estamos ante una verdadera revolución de pensamiento.

Ojalá Las personas que han limpiado calles, hospitales, parques y casas; las mucamas, párrocos, empleados de plantas agrícolas, pesqueras y ganaderas; meseros, cocineros, repartidores de comida; vendedores de abarrotes y personal sanitario hayan tocado el corazón humano y propicien un cambio de paradigma.

Cada uno tiene la responsabilidad de ser parte de esta respuesta. Como huéspedes de este planeta azul debemos elegir si luchar desde la dinámica del miedo o crear sentido desde el valor de la vida.

Medio millón de personas han muerto y cada una de ellas se merece que hagamos el esfuerzo personal y colectivo de convertir a esta pandemia en una oportunidad de resiliencia global.

¡Hagamos nuestra parte!