La Muerte y el Amor

Publicado en Colección Observatorio del Duelo, Sello Editorial, Barcelona.

Agradezco a la Asociación Víktor Frankl por haberme invitado a participar en esta publicación. Es un honor introducir este compendio de autores, segura de que el lector encontrará reflexiones sólidas sobre el duelo, además de ese genuino interés por compartir saberes y apoyarnos entre todos.

Creo importante señalar que como telón de fondo de esta publicación hay que reconocer el trabajo cotidiano del Dr. Sebastián Tabernero, en su calidad de director de la Asociación Víktor Frankl y de cada persona que colabora voluntariamente en ella, de cuya pasión, entrega y tenacidad puedo dar fe y, ante la cual, siento profunda admiración.

Una publicación como la que el lector tiene en sus manos, carecería de sentido si no existiría este telón de fondo, pues cada aproximación teórica además de buscar posibles respuestas, también implica profundas experiencias de decenas de personas que anhelan ayudar y ser ayudadas.

Es importante reconocerlo, pues a veces olvidamos que detrás de un libro existen relatos y vivencias que surgen de encuentros humanos significativos y que no solamente implican a familiares y amigos de la persona que muere, sino también a toda la red de profesionales y acompañantes del suceso.

Los pasillos de los hospitales, los consultorios de los psicólogos, las jornadas de encuentros profesionales sobre duelo, muerte y sufrimiento, suelen estar llenas de historias emotivas, de preguntas compartidas, de inquietudes contrastadas, de emociones y reflexiones comunes, etc.

Para todos es un claro desafío tratar de comprender, acompañar y aceptar este acontecer humano entre la muerte y la despedida, entre la anticipación y el dolor y entre el sufrimiento y su ineludible respuesta.

Por ello, creo firmemente que estos temas expresan una profunda didáctica. No solamente nos llevan a reflexionar, sino que muchas veces transforman por completo nuestras vidas y el estilo de vivirlas por medio de aprendizajes inesperados. En mi caso particular, significó y significa una suerte de reflexión continua sobre la relación que, en mis años de experiencia terapéutica, he encontrado entre el misterio de la muerte y el misterio del amor.

Considero que ambos misterios subyacen como maestros en el duelo y repercuten en cada aprendizaje y en cada enseñanza que las personas vamos encontrando o vamos buscando tras esta experiencia.

Tal didáctica es tan honda que atraviesa todo plano profesional y técnico convirtiéndose en un reto que implica, por un lado, estar dispuestos a aceptar lo inédito que existe en el duelo de cada persona y, al mismo tiempo, estar alertas ante su posible riesgo.

Estar cerca del duelo nos invita a conjugar el acompañamiento cercano, cálido e incondicional con las cualidades de una ayuda profesional eficaz y eficiente.

Justamente en esta tarea, la Logoterapia de Víktor Frankl adquiere actualidad y vigencia innegables. Los años vividos en los campos de concentración sin duda, dieron a Frankl esa autoridad propia de la conjugación entre testimonio y técnica profesional.

Es difícil imaginar todas las emociones, sentimientos e ideas que Frankl hubo de ensartar mientras enfilaba cada día, aspirando no ser parte de los prisioneros desechables. Tampoco es fácil imaginar sus duelos anticipados sus duelos imaginados y todos esos pensamientos que habrá tenido en sus años de cautiverio.

Y sin embargo de aquella situación extrema, alertó a sus pacientes sobre la posibilidad de pensar en el sufrimiento como una enseñanza; en la muerte como un llamado a despertar en la vida; en el duelo como una oportunidad y, en la existencia como una posibilidad de encontrar sentido.

Frankl nos invitó en estas situaciones límite a entenderlas como un reto y responder con acciones llenas de sentido, cuando sentido implica vivir valores de auto trascendencia.

Para Frankl por ejemplo, el duelo “tiene la fuerza de hacer que siga existiendo, en cierto modo, lo que ha dejado de existir” y la muerte de quienes amamos es un  llamado personal a recordar que debemos “aprovechar el tiempo, cada día, cada hora…”

Desde estas propuestas, Frankl también nos invitó a pensar desde nuevos paradigmas, a atrevernos a romper la idea de patologizar la frustración existencial y el sufrimiento. Nos invitó a aproximarnos al dilema humano en todas sus dimensiones en los que el dolor y el goce; el sufrimiento y la esperanza; la muerte y la vida; la ansiedad y la calma; la enfermedad y la salud; el absurdo y la cordura – por solamente citar algunos ejemplos- no se abordan como realidades excluyentes, sino como realidades humanas que pueden convivir sin anularse mutuamente.

Frankl reconoció que más allá de las teorías, existe un ser humano que se debate en su propia existencia con interrogantes comunes pero con respuestas inéditas. No temió abordar terapéuticamente a la persona como un ser multidimensional y dentro de tal noción, reconocer lo espiritual como lo “específicamente humano”.

Cuando lo espiritual o específicamente humano implica esa libertad de actitud que todos tenemos ante los dilemas de la vida y esa respuesta única, irrepetible y singular que nos define ante tales dilemas.

Por ello, desde la Logoterapia podemos engranar lo existencial con lo técnico, lo teórico racional con el misterio; lo crudo con lo esperanzador y lo condicionado con lo innegablemente libre.

En este marco, la frase de Frankl “SI a la vida a pesar de todo” resuena apropiada y desafiante en el tema que ocupa esta publicación.

Me atreveré en las siguientes líneas, conforme mi experiencia me dicta, a provocar en el lector una reflexión sobre el duelo, la muerte y su inexorable vínculo al amor. Lo haré precisamente desde el paradigma de la Logoterapia, cuya fortaleza a mi entender, reposa en la esperanza activa y en la conciencia despierta al valor de la vida incluso ante la misma muerte.

La muerte y el amor: realidades inconmensurables.-

“La emoción más hermosa y más profunda que podemos experimentar es la sensación de lo místico. Es el legado de toda ciencia verdadera…Tener el conocimiento y el sentimiento de que lo que es impenetrable para nosotros realmente existe, que se manifiesta en la suprema sabiduría y en la más radiante belleza que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en sus formas más primitivas…” Albert Einstein

Cuando hace muchos años, me explicaron que algunas de las estrellas que se veían brillantes en el firmamento podrían ser únicamente espectros de luz, trazos muertos que habitan el universo en rebeldía de extinguirse, no sabía que, en mi vida profesional, volvería a sentirme tan aturdida como entonces.

Declaro que agradezco tal aturdimiento como uno de los mayores tesoros de mi profesión de psicoterapeuta, pues me ha abierto una pequeña hendija ante verdades humanas de inexorable profundidad.

Tal aturdimiento me ha ocurrido una y otra vez, cuando he acompañado a una persona o a su familia ante la visita de la muerte, llámese en duelo anticipado, exacto, atrasado, rememorado, etc.

Y debo decir también, que la misma sensación y en las mismas dimensiones de aturdimiento, me he sentido al acompañar a las personas en sus historias de amor, llámese del bueno, del mejor, del fugaz, del constante, etc.

Y es que estas dos realidades son de tal magnitud existencial que nos recuerdan las distancias inconcebibles del firmamento, especialmente porque todos nuestros conceptos se disuelven y la mente queda perpleja ante la experiencia de la despedida final y del amor intenso que la escuda.

Una magnitud existencial que nos coloca ante el misterio de las honduras del tiempo, de la distancia y de la eternidad.

Temporalidad, distancia y eternidad. Tres nociones que el amor y la muerte conjugan en nuevos verbos, nuevos sustantivos y nuevos significados.

En mi opinión, ambas realidades: el amor y la muerte, emiten imágenes muy parecidas a lo inconcebible del universo. Quizá por ello, es que muchas personas ante su experiencia de amar y de duelo, buscan en los astros un atisbo de respuesta y de posible comprensión.

Y es que el amor y la muerte son inconcebibles en general aunque podamos explicarlas desde lo particular. Ambas realidades se pueden abordar desde el plano del fenómeno y lo material pero ambas también, responden a lo que conocemos como misterios humanos. Ambas verdades son inagotables a nuestros ojos y por más telescopios o teorías que fabriquemos, siempre terminamos sorprendidos por sus magnitudes, variaciones, distancias y profundidad.

Al respecto, debo decir que la mayoría de personas que conozco y a quienes he acompañado en este itinerario del amor y la muerte, han coincidido en aceptar que, ante estas experiencias, el sentimiento que invade es de suma pequeñez, de vulnerabilidad, de congoja y de una curiosidad casi reverencial.

Y esto ocurre a pesar de que la ciencia y la técnica nos ofrezcan la ilusión de volver lo imponderable en ponderable, de controlar el misterio por medio de fórmulas compactas.

Por más esfuerzos que el ser humano haga y por más discursos que elabore desde su pretensión intelectual, no hemos podido aliviar este sentimiento de pequeñez, de ignorancia y de vulnerabilidad extrema que nos coloca en los bordes mismos del misterio humano.

En mi opinión, son estas dos verdades las que nos doblegan por completo y nos desnudan de toda pretensión, de toda arrogancia, de toda prepotencia, percatándonos de lo “innecesario” de tener que comprobar su realidad y advirtiéndonos que no podemos sujetarlas, retenerlas, controlarlas ni manejarlas a nuestro antojo y voluntad.

Por esta razón, el deseo de control se nos escapa y esa soberbia intelectual de dominarlo todo también. La mayoría de personas ante el amor y el duelo aceptamos en actitud humilde nuestra cualidad de aprendices permanentes.

Considero tal actitud de humildad y de aceptación de nuestra ignorancia, el primer paso necesario para poder aprender nuevos paradigmas de comprensión. No existe mayor didáctica a mi entender, que el estupor de pequeñez que sentimos ante el amor y la muerte y esa auténtica apertura ante lo nuevo, ante lo desconocido, ante lo posible.

¿Qué somos, para qué existimos, por qué razón extraña sentimos que el amor no se apaga aun cuando se apaga la vida como la conocemos?

¿No será acaso que la pretensión de calcularlo todo, entenderlo y analizar partes de la realidad nos ha negado el verdadero aprendizaje?

¿Liberarnos de anticipar nuestra experiencia ante la muerte y el duelo no es acaso la condición básica para liberar nuestra mente de sufrimientos estereotipados?

El amor y la muerte nos enfrentan ante estos interrogantes y sin duda, nos replantean muchas respuestas que pensábamos eran verdades irrefutables.

La primera y más potente didáctica del duelo y el amor suele ser esta disposición de “no saberlo todo” y de “no querer comprender todo”.

La didáctica es posible cuando el aprendiz está dispuesto a aprender y está vacío de prejuicios. El duelo nos enfrenta a lo desconocido y con ello, a nuestras propias zonas desconocidas.  Frankl decía que: “..el sufrimiento puede muy bien ser un logro humano..” y lo decía amparado en su testimonio y también en los cientos de personas que acompaño en estos momentos.

Es esta habilidad humana que sorprende y asombra a todo profesional que acompaña a un moribundo y a su familia.

Una habilidad que trasciende todo estudio o intelectualización y que nos invita al mundo de las posibilidades, a ese escenario en donde tenemos que aprender, crear y recrear desde la vulnerabilidad y hacia la fortaleza.

El amor y la muerte: Dos verdades testimoniales.-

Al decir verdades testimoniales lo que quiero decir es que ambas experiencias, son verdades que no se pueden desconectar del testimonio de quien las vive. Son experiencias vivas que superan todo límite categorial y se antojan en el puro quehacer existencial. No estamos en el terreno del tener o del hacer, estamos en el terreno del ser. Cuando amamos, somos ese amor y cuando nos despedimos de alguien, somos ese duelo.

No importa cuánto lo expliquemos, cuánto tratemos de describirlo, no lo agotaremos jamás. Lo único que de algún modo nos bastará, será nuestro propio testimonio. Esa verdad testificada que sustituye al “conocimiento” por la “experiencia” y al “entendimiento” por la “certeza existencial”.

Y es que el amor y el duelo son verdades de posesión íntima. No brotan en su totalidad de nuestra voluntad, menos de nuestros pensamientos: nos ocurren, nos suceden y nos sorprenden sin previo aviso.

Son mensajes del acontecer de nuestra existencia que se encarnan íntimamente y brotan desde nuestras propias entrañas. Lo toman todo, lo expresan todo. Expresan desde la rabia, la impotencia, la pasión y el miedo que se agolpan en nuestros cerebros primitivos, hasta las más bellas poesías, esperanzas, anhelos y fortalezas de lo que Frankl llamaba, lo noético o lo espiritual.

Nos enseñan que la mentalidad excluyente es una ilusión. Bueno y malo; sano y enfermo; normal y anormal; duelo largo o corto; amor egoísta o altruista, etc. se antojan como experiencias que no determinan un momento, sino que pueden sucederse sin perder su cualidad de camino en la búsqueda de sentido.

Por ello, es que el aprendizaje en todo el proceso de duelo y amor incluye una reconciliación con todo lo que sentimos y todo aquello de lo que sabemos somos capaces, incluso de lo peor o lo más dañino.  Justamente desde reconciliación es posible que nuestra voluntad se comprometa con una actitud ante todas esas alternativas.

Frankl decía que nuestra “oposición del espíritu” es decir, esa fuerza que tenemos para enfrentarnos a todo lo que somos y podemos ser ante un dilema nos permite reconocernos seres facultativos, libres de tomar una actitud y con ello, capaces de autotrascendernos y trascender a la situación misma.

En este viaje de auto trascendencia, deseo compartir con el lector que he encontrado adicionalmente en estas verdades testimoniales una función olvidada de la palabra: la revelación.

Me refiero a esa sensación que todos compartimos ante lo imposible de narrar, que transita más bien por la orilla de la palabra como vínculo y como des ocultación.

Y es que, ¿cómo hacemos para narrar lo vivido, sin sentir que perdemos algo al decirlo? ¿Cómo expresar aquellas sombras y luces que enceguecen el pensamiento? ¿Qué decir sobre lo profundo del vacío y de la sensación de desesperanza? ¿Cómo llamar a esa soledad que resuena dentro del pecho y nos ahoga? ¿Cómo atrapar en el diccionario ese amor que nos desborda?

Una bella función de la palabra, que en el amor y el duelo adquiere suma importancia, pues la palabra refuerza su función de vínculo y desarrolla su didáctica de amor. Nos invita a tocarnos, a abrazarnos, a mirarnos lenta y larguísimamente. No hay como el amor y el duelo para desocultar esta función de la palabra que admite el silencio como parte de su función dialogal y el amor como la fuente de trascendencia.

Ante la máquina de ventilación asistida; ante el pulso agudo del sistema de monitorización cardio respiratoria; y/o ante el sonido ronco de la respiración de los que nos dejan…. la palabra no agoniza, la palabra revive, la palabra se recrea, se llena de significados, se matiza de tonalidades nunca experimentadas, se teje como en un velo de amor que todo lo desprende, lo reinventa.

Es el amor en su mayor expresión, palabra dicha y palabra no dicha que emerge en el momento en el que nos vinculamos en una desnudez existencial sin necesidad de ser ocultados, deformados o revestidos.

Ante el amor y la muerte se desocultan las palabras vivas, acontecen novedosas habilidades ante viejos temores, se actualizan y desactualizan experiencias obsoletas, se descubren y debilitan competencias y destrezas personales. En un sentido global todo es realmente nuevo.

Por ello, es que existe la posibilidad de la esperanza. Justamente por esa apertura.

Recuerdo una persona que, en el trayecto de su la larga enfermedad descubrió más de sí mismo que en todos los 40 años que le precedían y no en extensas explicaciones sino en largos silencios consigo mismo y los suyos.

No es extraño encontrar la profunda didáctica de la muerte o del amor en las explicaciones de quienes las han experimentado, des ocultando tras sus palabras nuevas nociones del tiempo, nuevas referencias de fe, nuevos paradigmas, nuevas creencias, etc. y sobre todo, nuevas actitudes.

Palabras y situaciones que des ocultan verdades que cotidianamente olvidamos. Des ocultan nuestra soledad; des ocultan el tiempo como espacio de encuentro entre dos soledades; des ocultan tareas pendientes; des ocultan los quehaceres con sentido; des ocultan nuestra capacidad de entrega, de amor, etc.

La muerte y el amor nos enseñan lo que somos, lo que podemos ser y lo que hemos sido. La transitoriedad y la intensidad de sus mensajes nos despiertan a reinventarnos y recrear nuestros relatos biográficos, nuestras relaciones, nuestra autenticidad, etc.

El amor y la muerte: su didáctica dialogal.-

Amor y duelo. Palabras vivientes, relatos testimoniales, declaraciones que se despliegan siempre en modo dialogal. Experiencias dialogales porque se “refirieren a…” “llaman a….”, solamente pueden comprenderse en las fronteras del vínculo. Y es que, cuando amamos, el amor es hacia alguien y, cuando vivimos un duelo es hacia y por alguien.

Justamente por esta naturaleza dialogal, es que en el amor y en el duelo, advertimos que somos UNO y una sola vez y al mismo tiempo, que somos un UNO “para y con” ese otro UNO.

Una conciencia de vínculo tan innegable y tan impactante que impregna la existencia de una lucidez extrema, de una sabiduría incomparable.

No he visto mayor lucidez en mi vida que la existe en el amor y en la muerte con respecto a nuestra naturaleza dialogal. Es como si la conciencia se afinara de tal modo que podríamos escuchar al otro, mirarlo y saber que irremediablemente somos vulnerables a él. Esta experiencia es un momento tan cierto, tan real, tan innegable, tan compactamente existente, que no podemos mentir más, enmascararnos más, jugar roles o ajustarnos las armaduras.

¿Quién ante su propia muerte es capaz de seguir usando máscaras? ¿Quién ante la desnudez de amar a otro es capaz de esconder su vulnerabilidad? ¿Quién ante la despedida final quiere manipular al moribundo?

Una lucidez tan clara de lo importante del vínculo, de lo significativo del vínculo que, por unos momentos, nos permite entrever lo que llamamos autenticidad y lo que desde ella, somos capaces.  Somos capaces de trascender nuestros miedos e ir por el otro. Somos capaces de dejar el miedo para y por el otro. Somos capaces de un olvido consciente de nuestros deseos para pensar en el otro.

Muchas personas me han sorprendido con una sabiduría sobrecogedora antes de partir y antes de despedirse de alguien que aman. Muchos de esos acontecimientos relatan historias que he sentido cercanas a lo que entiendo por místico.

“Verlo sufrir durante su enfermedad, me enseñó aquel límite entre la esperanza y la desesperanza…. Y aprendí que valía más su libertad que mi dolor”

“Quería levantarla en mis brazos, dejar que su último suspiro se enterrase en mi pecho…pero tenía que dejarla ir resistiéndome al abrazo que la revivía…tenía que sonreírle con la mejor sonrisa y mirarla con la mejor mirada…ella era la importante no yo y mis deseos…”

“No me maquillen una vez que muera, mi vida ha sido un maquillaje para otros y para mi mismo. Aprendo a irme siendo el que soy…”

Frases que aun hoy, a pesar del tiempo transcurrido entre estas letras y el tiempo en que las escuché, me parecen tratados enteros de sabiduría, de hondo pensamiento que rebasa a cualquier filosofía, a cualquier conocimiento, a cualquier intelectualidad.

Parece que el olvido consciente del sí mismo para pensar en el otro y esa capacidad de soltar el egocentrismo existen latentes esperando por salir.

El amor y la muerte lo activan. Nos recuerdan de un modo lúcido lo realmente importante: ese abrazo que no hay que posponer; esa mirada que hay que disfrutar; ese juicio que hay que callar; ese apretón de mano que hay que sentir; esa caricia que nunca sobra; esa celebración a la vida que debe ser continua incluso ante lo más pequeño y sencillo.

Despedirnos de los que amamos, nos hace saber el valor del amor y aprendemos que lo bello no necesariamente es lo estético, lo bueno, lo útil, lo limpio, lo perfecto, sino que lo bello es lo que nuestros ojos limpios pueden enfocar, lo que nuestro espíritu puede reconocer, lo que nuestra vida puede dar a otros.

Por ello, es que incluso en la tristeza y en el dolor, también se puede ver un germen de lo bello, de lo bueno, generoso y compasivo.

Reconocer la belleza del dolor no es una locura, es un cambio de paradigma que puede revelarnos de lo que somos capaces. Y cuando refiero a su belleza, no aludo al sufrimiento portador de sensaciones, es decir a esa lucha emocional o a esa angustia que parece que no pasará nunca, me refiero al dolor que se desembaraza de las sensaciones poco a poco, que las transforma en mensajes de vida. A ese paso gigante que las personas damos cuando vemos cara a cara la esperanza de arrancar al dolor su mensaje de vida. Allí donde millones de personas han levantado la mirada, han topado el límite y, con una valentía más que heroica, han superado su propio límite.

¿No es acaso algo bello, mirarnos capaces de encontrar el sentido incluso en la mayor adversidad? o como decía Frankl, convertir el peor de los momentos en la oportunidad de hacer del dolor “nuestro mejor monumento a la vida”.

El amor y la cercanía con la muerte nos revelan una nueva belleza, lejana a la cruda estética material y muy cercana al misterio del vínculo humano como didáctica de generosidad, compasión y amor.

Una belleza que brota de nuestra capacidad de elegir ante el otro y pensar en el otro y no en nosotros mismos. Como decía Frankl, descubre “posibilidad de realizar el valor supremo…de realizar el sentido más profundo”, refiriéndose a la capacidad humana de amar y entregarse a otro de modo auténtico y desprendido.

Hace unos años, conocí a dos padres que perdieron a uno de sus hijos. La belleza de su historia es digna de ser retratada. Me refiero a Gustavo y Alicia Berti, creadores de los grupos Renacer, quienes hace más de 15 años han acompañado a otros padres en esta experiencia. Su obra sin duda es una de las más bellas obras que he visto detrás de un duelo.

“No somos lo que recibimos de la vida sino lo que devolvemos a ella y hemos decidido devolver una obra de amor porque en ella está el recuerdo y la memoria de nuestros hijos, los que partieron y los que aún están”

¿Cómo no sentir reverencia ante la belleza de este pensamiento “cambiar el dolor por amor” “hacer del dolor un homenaje” “hacer de la muerte una celebración de vida”?

No tengo duda alguna de que esta es una de las didácticas más intensas que existen para descubrirnos de lo que somos capaces cuando amamos a otros y cuando olvidamos el control y conocemos la entrega total.

El amor y la muerte: su didáctica de eternidad.-

Como consecuencia de la entrega que podemos sentir en el amor y la muerte al amado, es posible comprender lo que implica el pensamiento de eternidad.

No me refiero a la eternidad conceptual, es decir a la que está plagada de creencias, conceptos, juicios, ideas, etc. sino a la más simple, a la más sencilla de las eternidades, es decir a esa íntima certeza que tenemos cuando usamos la palabra “siempre”.

Una palabra que en el amor y la muerte aparece con soltura y autenticidad.

Una conciencia profunda que nos interpela ante lo que percibimos como eterno. ¿Cómo podemos explicar esa certeza existencial en la que el tiempo se congela, se detiene y en el que miramos a ese otro que amamos y podemos balbucear, sin ningún atisbo de mentira, sin ninguna duda que estará por “siempre”?

Declaración de eternidad, sentimiento de esperanza, verdad viviente de amor. “estarás conmigo siempre”.  

Un siempre del cual tenemos certeza total, evidencia existencial y, que nos resuena en lo íntimo como un posible. Una posibilidad de que somos capaces de declararlo y saber que somos capaces de vivirlo.

El amor y la muerte nos lo recuerdan en el cruce exacto en donde ambas nos devuelven la conciencia de eternidad, la conciencia del “siempre”.

Pero además del siempre declarado, también cobramos conciencia de lo que llamamos eternidad, cuando nos dejamos conmover por la totalidad de la muerte y del amor. Una totalidad que nos sobrecoge cuando comprendemos que no podemos saberlo todo.  ¿Acaso la totalidad no evoca eternidad también?

 “Ante la muerte, sabemos que no queda más que un espacio vacío imposible de llenar y adquirimos certeza total de que somos seres UNICOS y somos pura TOTALIDAD”

Una sensación de eternidad y de un “siempre posible” que desenmascara una nueva idea de totalidad en el “estar con”. Un “estar” que afina nuestra conciencia hacia el otro, para el otro y con el otro.

Y así, soltamos la mano de ese ser amado que se escapa; le permitimos abrir la puerta aun cuando nos deja en la aridez profunda; obviamos ese abrazo, que caliente, quizás lo regrese; recorremos kilómetros y distancias solamente para dejarlo ir.

Estamos realmente en un aquí y ahora imposible de evadir y con un siempre atravesándolo. El último apretón o suspiro se imponen por sí mismos y la despedida se antoja como un “estar entre iguales”.

¡Nos sabemos iguales, de la misma naturaleza, de la misma hondura…descubiertos en una profunda semejanza! Sentimos la certeza de que la muerte y el amor nos une a todos por igual y nos hermana irremediablemente.

Pensamos en nuestra propia muerte y al pensarlo “estamos presentes en la partida del otro”. Aprendemos que somos capaces de “estar” en pleno silencio, aprendemos que “estar” es pensar en el otro y al mismo tiempo en nosotros mismos. Por tanto, aprendemos a decir “estamos”.

No es un “estar” cualquiera, es un estar del SER.  Un olvido momentáneo del hacer, del tener y del querer.  No es un “estar” cualquiera, es un estar para el otro en el que conocemos el umbral del amor y la tristeza, el umbral de lo atemporal y aespacial. El umbral entre lo finito y lo infinito, entre lo cognocible y lo incognocible.

Y no es un “estar” cualquiera porque no es un momento cualquiera. Es el momento sublime en el que el amor se arrodilla ante la muerte y la muerte se doblega ante el amor y la eternidad parece tener sentido real.

Y, nos brota desde lo profundo de nuestra semejanza aquella declaración sublime y llena de sentido que lo abarca todo y que da sentido profundo al duelo como celebración del amor eterno.

“Te amaré y estarás conmigo por siempre”.

 

CONCLUSIÓN:

El duelo como un proceso que acontece en nuestra existencia depende de su propia experiencia para ser comprendido. Todas nuestras opiniones previas pueden resultar inútiles a la hora de enfrentarlo. Es evidente que lo que en nosotros influye no son las preparaciones previas sino la didáctica misma que emerge con la experiencia.

La didáctica de la muerte y del duelo tiene un vínculo muy estrecho con el amor que sentimos por el que parte o por los que dejamos.

Esta situación límite nos obliga a reflexionar con mayor agudeza sobre lo que somos y sobre nuestra vulnerabilidad ante su crudeza. Una vulnerabilidad que posee en sí misma una enorme didáctica, pues nos enseña la humildad de quien aprende a vivir y resignificar sus propias convicciones sobre la vida.

A pesar de las variantes, el proceso del duelo en cuanto a los estados anímicos suele ser de tal intensidad que la mayoría de personas nos encontramos ante pensamientos, sentimientos y disposiciones totalmente nuevas.

Justamente esta disposición a lo nuevo es lo que hace posible que lo nuevo surja. De este modo, surgen aprendizajes significativos de valor, trascendencia, amor y búsqueda de sentido.

La muerte, el duelo y el amor pertenecen al mundo de la palabra viva, testimonial y vincular. En estas experiencias conocemos el umbral del lenguaje y la fuerza del vínculo, tornando su didáctica en una didáctica de lo inteligible en donde todos nos sentimos llamados a responder ante lo crudo y duro de la experiencia y también a la esperanza de lo que advertimos como un misterio.

Así como el amor no tiene existencia en el tiempo, sino el tiempo en el amor, el duelo no tiene existencia en sí mismo sino en el amor que lo cautiva. Por esta razón, comporta la misma didáctica que el amor, es decir: la entrega auténtica y la conciencia plena de que podemos declarar un siempre.

En el amor y el duelo no se interponen esquemas, fines, utilidades, placeres o anticipaciones, lo que se impone es el encuentro entre dos semejanzas profundas.

Ambas experiencias poseen una didáctica inconmensurable pues ambas decantan nuestros límites, pero también nuestras más altas posibilidades de elegir entre una actitud que nos libere o una actitud que nos esclavice, entre una actitud que nos ayude a encontrar sentido o una actitud que vuelva al amado nuestro verdugo.

Por último, ante la muerte y el amor, todos nos sentimos pasajeros de la existencia y quizá por ello es que su didáctica es persistente en recordarnos lo que realmente somos: viajeros con pasaje de ida y vuelta, peregrinos sin mapa y ciertamente capaces de ejercer nuestra libertad y hacer de la vida, como decía Frankl, una búsqueda de sentido aún en la peor de las circunstancias.

 

BIBLIOGRAFÍA:

Frankl Viktor, Psicoanálisis y Existencialismo, FCE, México, 1978

Frankl Viktor, Logoterapia y Análisis Existencial, Herder, Barcelona, 1990

Frankl Viktor, La Presencia Ignorada de Dios, Herder, Barcelona, 1994

Frankl, Viktor, El Hombre en busca de sentido, Paidos, Buenos Aires, 2005

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