Todas las personas durante nuestra vida enfrentamos múltiples y diversas pérdidas, unas más radicales que otras, pero todas muy exigentes en cuando al desafío emocional y psíquico.
Algunas veces, la demanda es tan fuerte que sentimos que nuestra capacidad de respuesta y adaptación resulta rebasada. En tal situación, el estrés se intensifica creando prolongados sentimientos de ansiedad, tristeza e indefensión.
La gran mayoría de migrantes forzados y desplazados enfrentan tales estados emocionales.
En este sentido se habla de duelo migratorio. Un proceso que engloba: la añoranza y el esfuerzo de adaptación que realiza el migrante ante las pérdidas que percibe significativas y los cambios conductuales y psicológicos que tienen lugar en su reorganización psíquica y social.
Este concepto de duelo migratorio resulta adecuado para abrir un debate sobre todos los estresores que desafían la fortaleza emocional de las personas y al mismo tiempo, sobre la relación de este esfuerzo con las características del país anfitrión (sistemas de servicios sociales, comunitarios, médicos, de acompañamiento e integración).
Hay que decir que la migración forzada contiene todos los elementos de un duelo: la percepción de pérdidas significativas, un estrés intenso, una reorganización emocional y de identidad y la necesaria resignificación de emociones e impresiones negativas derivadas de una vivencia traumática.
Acerquémonos a esta realidad desde la historia de Celia. Una joven centroamericana de baja estatura, cabellera despeinada y con firmes rasgos indígenas. Salió de su país cuando apenas tenía 16 años. En su viaje a México y luego a Europa abundan relatos traumáticos y pérdidas profundas. Entre la violencia de sus propios “protectores” y la crudeza de los estamentos oficiales, Celia como otros adolescentes del mundo, a pesar de su corta vida, ya cuenta con toda una historia de sufrimiento.
Tímida y cautelosa, se comunica ciertamente con un aire defensivo que mezcla irreverencia y sarcasmo. Tanta es su desconfianza en los demás y en sí misma, que ya es considerada una joven problemática y de alto riesgo social para todos los que la circundan (incluyendo su familia).
Como cualquier persona que ha vivido situaciones difíciles, Celia se debate cada día entre la sensación de impotencia y de esperanza. Enfrenta las exigencias propias de todo adolescente de su edad y además las de su situación migratoria: aprender el idioma, reasignar roles sociales, asimilar nuevas dinámicas culturales pero, sobre todo, integrarse a los códigos escolares, laborales y económicos.
Cumplió hace poco los 18 años y al ser mayor de edad, Celia debe entrar al sistema educativo y a la estructura de la sociedad del rendimiento. Un camino en el que Celia ha sentido discriminación y ansiedad. A ello se ha sumado su frustración ante la imposibilidad de acceder a los estudios que siempre soñó. Estas situaciones han desencadenado una sensación de fracaso y derrota social.
Una situación interna que comparte con miles de migrantes y desplazados en el mundo. Una situación que pone en desafío su habilidad resiliente. Es decir, su capacidad interna de convertir la adversidad en aprendizaje. Pero dicha resiliencia ¿depende únicamente de Celia?
A veces, cuando hablamos de resiliencia o trabajo emocional, tendemos a caer en la trampa de pensar que es un proceso totalmente individual. La mentalidad occidental ha fortalecido esta ilusión de un modo sutil. Las nociones modernas de independencia y de libertad han construido un sistema de creencias en cuyo centro se levanta el lema de: “cada uno con lo suyo”.
Paradigma que, por sentido común, se ajusta perfectamente a una versión de propiedad privada y de rendimiento extrapolada a la vida psíquica y emocional.
Lamentablemente, una visión que deja solitarios a todos los sufrientes. Una visión que incluso crea culpa por sentir vulnerabilidad. Una visión que aumenta el estrés y fortalece la idea de que los dolientes son una “carga” y que quien no pueda afrontar sus problemas es inútil e incapaz.
Es triste constatar que incluso existen historias de duelo extremo que son enfocadas desde una mentalidad biomédica que deja de lado lo cultural, lo social y lo espiritual, reduciendo la experiencia a términos de desviación de lo normal.
De allí que no es difícil encontrar migrantes patologizados y personas de las sociedades de acogida que los consideran un peso para sus naciones.
Un problema que implícitamente posee una exigencia que puede oscilar entre ideas excluyentes -que se regrese a su país- hasta ideas de superioridad que perciben en la integración una demanda netamente funcional: funcionar “normalmente” y conforme los paradigmas y sistemas de la sociedad de acogida.
De hecho, creo que muchas personas ni siquiera se plantean empatizar con el duelo de muchos migrantes y trasladan el razonamiento a términos abstractos, en los que la persona se concibe como una representación de naciones o pueblos “complicados” que deben hacerse cargo de sus propios problemas y no contaminar al mundo. Nuevamente una visión funcional que desemboca lógicamente en situar a las personas vulnerables como “cargas sociales”.
Pero como he señalado, esto es una ilusión. El problema no es cómo funcionamos en la sociedad de modo aislado sino cómo se teje la experiencia humana ante tal funcionamiento.
Los seres humanos no somos objetos que se puedan medir funcionalmente, somos sujetos creativos, sociales y capaces de resolver problemas. Además, somos seres vinculares, abiertos al mundo y a los demás. No podemos prescindir de los otros incluso cuando los demás intentan prescindir de nosotros.
Por esta razón, afirmé en párrafos anteriores, que la noción de duelo migratorio resulta fértil para provocar reflexiones tanto de los procesos de integración como en la relación existente entre la resiliencia y el contexto de acogida.
Me atrevo a sugerir que cuando el duelo migratorio se aborda desde un paradigma comunitario, la resiliencia es posible y además implica la multiplicación de contextos resilientes.
Me refiero a integrar el duelo personal por migración forzada dentro del marco global del duelo humanitario que todos compartimos.
Porque si reflexionamos profundamente en las razones por las cuales Celia y muchos otros viven un duelo extremo, desembocaremos necesariamente en las tremendas pérdidas de valores, significados, cohesión social, sentido de pertenencia, solidaridad, compasión, confianza, empatía y sentido de vida que padece nuestra cultura. Pérdidas que no dependen de ninguna interpretación pues se manifiestan dramáticamente en el día a día.
¿Cómo podemos exigir a los dolientes que sean resilientes cuando el contexto no lo es; no lo permite o peor aún, exige sin la consistencia necesaria?
Una persona herida no es sino la concreción en escala personal de una humanidad herida.
Para comprender y apoyar a miles de personas que viven el duelo por migración forzada necesariamente tenemos que entender el duelo global que atraviesa la humanidad.
Los datos de los últimos años nos dejan ver su magnitud: 68, 5 millones las personas en 2017 abandonaron sus hogares de manera forzosa; 2,9 millones más que en 2016. 44.400 personas al día fueron obligadas a huir y hoy tenemos alrededor de 40 millones de desplazados internos y 3,1 millones de solicitantes de asilo.
En 2016, más de 12 millones de niños de todo el mundo vivían como refugiados o eran solicitantes de asilo, mientras que se estima que 23 millones de niños vivían en situación de desplazamiento interno. La Unicef determinó que en todo el mundo 1 de cada 8 migrantes es un niño y 1 de cada 3 es un refugiado.
Es fácil advertir a que me refiero. Las cifras hablan por sí mismas. La humanidad atraviesa por múltiples pérdidas. La humanidad vive un duelo como Celia y como ella tiene que afrontarlo de una vez por todas.
Las cifras nos hablan de una humanidad que clama por resiliencia.
El lema de “cada uno con lo suyo” no ha funcionado. De hecho, tal mentalidad debería ser el foco de reflexión profunda. Un lema individualista bajo los criterios de rendimiento, funcionalidad y exclusión no puede ser resiliente. El imperio del egoísmo y la codicia no pueden provocar contextos resilientes porque crean muros en vez de puentes.
Un lema que, paradójicamente, va en contra de todos los valores modernos de la supuesta globalización. Un lema que ha dejado solos a muchos dolientes y que, en escala mayor, deja solos a pueblos enteros considerándolos “focos problemáticos”.
Si las manifestaciones del dolor de Celia se consideran disfuncionales para su integración y se medicalizan o patologizan, otro tanto sucede con naciones enteras que también se consideran “disfuncionales” y se estereotipan.
La pregunta surge incluso desde la misma lógica: ¿ha funcionado el lema de “cada uno con lo suyo”? ¿Funciona tal mentalidad a la hora de generar procesos de integración y de afrontar la migración forzada?
Quizá en la respuesta a estas preguntas encontremos la clave para comprender el duelo global de la humanidad. Quizá en la misma respuesta, podamos advertir que el duelo de Celia no es un tema individual y, por tanto, no puede ser tomado como una cuestión “privada” y ajena a la comunidad de acogida y sus políticas públicas.
Celia no es distinta de todos. La humanidad es una abstracción pues la hacemos cada uno de nosotros. Todos compartimos el síntoma de indefensión, de desconfianza e impotencia ante las múltiples pérdidas que vamos observando cada día.
El colectivo de migrantes forzados es quizá la ejemplificación más evidente del duelo humanitario y, por tanto, de la posibilidad de convertir la adversidad y el sufrimiento en un aprendizaje positivo.
Al igual que Celia, todos requerimos de diálogo honesto enfocado en lo que “es” y no en lo que “debería ser”; concentrado en afrontar los hechos y en la ceguera dominante que insiste en interpretar el mundo por su funcionamiento.
Al igual que Celia, todos debemos confiar en nuestras habilidades y resignificar nuestros dolores. Una mirada transcultural y respetuosa de nuestra naturaleza vincular quizá produce esa resiliencia que el mundo necesita.
Está en nuestras manos comprenderlo y actuar. Celia y millones de personas están dispuestas. ¿Usted lo está?