Ponencia en el Encuentro de la Universidad de la Mística. Ávila, 2019
El benefactor llama a la puerta,
pero el que ama la encuentra abierta.
Rabindranath Tagore
La pregunta por el amor constituye uno de los interrogantes fundamentales en la historia de la humanidad. Un continuum existencial que en el transcurso de los siglos ha sido objeto de diversas aproximaciones parciales en una riqueza tal de perspectivas, que no hace sino acentuar su misterio.
Desde el poema más antiguo en la antigua Sumeria, escrito hace cuatro mil años en una placa de arcilla, hasta la ciencia con sus sofisticadas investigaciones neurocientíficas, el amor sigue fascinándonos y desafiando a nuestra comprensión.
Hemos escrito tanto sobre él. Lo hemos sacralizado, banalizado; reducido en escáneres cerebrales, en algoritmos de compatibilidad, en mercados de valores, en altares; lo hemos cantado en miles de canciones, poemas y relatos. Nos ha estremecido, cautivado y apasionado. En el continuum de la vida, su fuerza enérgica ha configurado la biografía humana y cada uno de sus episodios históricos.
Ni la lógica racional, ni el cálculo más preciso, ni la observación química más certera ha podido concluir cómo ocurre, cuándo, para qué o por qué.
Tal como una ola en el océano, nos resulta imposible sustraerlo del mar, arrancarlo de su incesante movimiento, de su novedad continua y de la unidad que no admite división.
No obstante, el ser humano siempre se ha esforzado por comprenderlo, quizá intuyendo que al hacerlo se comprendería a sí mismo y al mundo que lo rodea. No por nada, la mayoría de las tradiciones espirituales contemplan en el amor, el acceso a la Verdad y a lo Sagrado.
El amor acontece. Sucede inesperadamente y como dice Leonard Cohen “no tiene cura, pero es la única cura para todos los males”.
Es la flecha de Cupido que nadie sabe de dónde viene y no puede prevenirse o pronosticarse. Sucede de una manera imposible de evadir. Es tal su intensidad que nuestro cuerpo, literalmente estalla en un lenguaje bioquímico impresionante, mientras nuestra psique intenta ordenar sus ideas en medio de un torbellino de paradojas, dilemas, sentimientos e ideales. Es tal su intensidad que la libertad emerge nítida y con ella adquiere solidez, nuestra capacidad de respuesta.
El amor nos coloca sin anestesia ante la incertidumbre, la vulnerabilidad y la temporalidad. Nos sitúa desnudos ante el amado: caen las máscaras, las corazas, las representaciones sociales, el prestigio, el estatus, las credenciales académicas, los atractivos, etc. y las preguntas surgen: ¿cómo ha ocurrido? ¿qué hacer? ¿quién es el otro? ¿vale la pena entregarme? ¿cómo enfrento mis heridas previas y mis dudas? ¿me entrego con el riesgo de perderme a mí mismo o pierdo a esta persona? ¿y si no soy correspondido? ¿puedo dar marcha atrás?
Interrogantes que suceden en medio del goce del paraíso y del temor por su posible destierro. Es decir, nos coloca cual pregunta abierta en plena conciencia de ser-en-el-mundo y del llamado del “tu”. Como lo dice Heidegger “Solamente el ser humano de entre todos los seres, cuando está dirigido por la voz del SER, experimenta la maravilla de todas las maravillas, de lo que es, ES” (Heidegger, 1996)
La maravilla del Rostro del otro, ese “tú” que interpela. El tú que nos ubica en la diferencia y al mismo tiempo, en la semejanza. Una vivencia que nos deja perplejos y de donde surge ese ¡no sé cómo explicarlo! propio del amante, a quien el lenguaje le resulta por demás insuficiente.
Una vivencia que sugiere un campo abierto de contrastes y de diálogo continuo entre la biografía de los amantes y ese maravilloso mundo de la posibilidad. Una cualidad dialógica, en cuyo seno el mundo se nos revela desde una potente didáctica. Entendiendo por didáctica, el movimiento creativo de la pedagogía de la existencia.
Para ahondar en esta didáctica, echaré mano de las nociones de la Logoterapia y el Análisis existencial de Viktor Frankl, quién sugería que “…no es en absoluto correcto afirmar que el amor es ciego, al contrario, el amor devuelve la vista…” (Frankl V., 1990)
¿Qué significa “devolver la vista”? ¿acaso somos presos de alguna ceguera y el amor nos quita los vendajes? Estas preguntas nos recuerdan algunas claves de las tradiciones espirituales y religiosas; a saber: sacar la viga del ojo propio (cristianismo); obtener la conquista sobre uno mismo (taoísmo); anular el ego (budismo) o encontrar las barreras que impiden encontrar el amor (Sufismo).
Bajo el binomio inseparable de luz y visión, la frase de Frankl evoca claridad. Metáfora válida para comprender que mientras más luz, mayor el espectro de nuestra visión y mayor posibilidad de movernos con confianza en cualquier espacio o escenario vital.
Para ahondar en esta claridad y bajo la lámpara de la ontología dimensional de la logoterapia transformemos la pregunta ¿qué es el amor? por ¿quién ama?
Desde el Análisis existencial frankleano, el Homo amans es un ser multidimensional, condicionado por su biología, por su psique y por su cultura. Un ser condicionado, más no determinado. Un ser que se mueve en unidad entre la fáctico y lo facultativo. Un ser siendo de un gerundio existencial que se expresa en “una unidad antropológica a pesar de las diferencias ontológicas, a pesar de las diferencias entre varios modos de existencia” (Frankl V. , 1994)
Paradigma inclusivo e incluyente, cuya ontología dimensional distingue, pero no fragmenta e integra lo espiritual como lo libre en la persona propio de la dimensión noética o la dimensión “específicamente humana” en la que todos podemos distanciarnos y trascender nuestros condicionamientos.
En efecto, el ser humano es capaz de distanciarse de sus circunstancias físicas, de sus mecanismos mentales, de sus emociones, de sus creencias, ideas, sufrimientos e imágenes y asumir libremente una postura ante ellos. Apelando al poder de resistencia del espíritu, toda persona es capaz de trascender sus propias limitaciones y condiciones. En tal ejercicio, el ser humano descubre su capacidad de transformar y transformarse, abriendo el abanico de los valores “que atraen, pero no empujan” y que despliegan un sentido en cada situación.
Desde esta trascendencia “el amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en lo más profundo de su personalidad” (Frankl V. , 2001)
Una posibilidad que subraya nuestra apertura “pues es propio de la naturaleza humana que sea abierta (…) Ser hombre significa trascenderse a sí mismo. La esencia de la existencia humana yace en su auto trascendencia.” (Frankl V. , 1994)
Creo que este punto, merece especial atención, particularmente porque la antropología filosófica resulta un punto de partida muy significativo a la hora de abordar el amor en pareja. A tal efecto, me permito sugerir al lector que pase del terreno de la explicación al terreno de la implicación; es decir, que lo ubique en su propia vivencia.
¿Qué significa la trascendencia en el ser humano? ¿A qué nos referimos cuando decimos que somos seres abiertos?
La etimología de la palabra trascender alude a: pasar al otro lado, superar, ir más allá. Como señala Heidegger, volver accesible y comprensible ese paso más allá. Un paso propio del estar-en-el-mundo, del Dasein que “configura un mundo en la esencia de su ser» (Heidegger M. , 2001)
Es decir que la trascendencia y el ser resultan inseparables. Por tanto, la trascendencia no puede ser abordada desde la lógica “sujeto-objeto” porque rebasa la teoría del conocimiento para situarse en la ontología. Justamente desde donde podemos comprender la intencionalidad de la conciencia humana que plantea Husserl, es decir su apertura, su ‘tendencia hacia’, ese movimiento continuo que indica una síntesis indisoluble entre el ser y el mundo.
Una cosmovisión del ser humano que dista enormemente de las antropologías evolucionistas y/o atomistas; es decir, concebir a la persona como el resultado de una asociación o agregado de elementos últimos que derivan en fenómenos psíquicos. Una postura que otorga primacía al elemento componente sobre el todo y que, muchas veces, intenta explicar a éste basándose en aquél.
La piedra fundacional de muchas confusiones sobre el amor que aún forman parte de la narrativa cultural y cuyo fundamento se encuentra en el positivismo, en la psicología experimental y en el psicologismo, ya sea al estilo de Spencer, Theodor Lipps, John Stuart Mill o Leibniz.
Base de la propuesta freudiana y su “teoría de relaciones de los objetos”, según la cual, cada persona está aislada dentro de los confines impenetrables de su ego. El otro como un objeto; y el yo, también como un objeto para aquel.
Una concepción centrada en la individualidad de una mónada cerrada. Marco teórico que conjuga muy bien con una sociedad de poder, compuesta por egos que luchan en eterno conflicto por subsistir, reduciendo la libertad a “cada uno con lo suyo” y, a la responsabilidad humana en un esfuerzo por sobrevivir.
Una antropología determinista que ubica al ser humano como una máquina compleja que ha culturizado su biología o a biologizado a su cultura. Un ser cerrado en sí mismo que requiere de ilusiones psicológicas para interactuar con otros y procurarse bienestar.
Una suerte de mirar nuestra existencia por sus formas y no por su movimiento. Una postura que da paso a un reduccionismo, llámese biologismo, psicologismo o sociologismo y cuya confusión radica en la falta de distinción entre persona y objeto.
En efecto, el biologismo apunta al amor como una exacerbación bioquímica dentro del contexto de la reproducción de la especie y la garantía de la permanencia genética. El amor asumido casi como una adicción que, evidentemente, integra deseo, placer, determinismo e impulso. Una postura que nos aproxima más a nuestro cerebro primitivo que a nuestra trascendencia.
Las implicaciones son diversas y van desde la hipersexualización del amor hasta la cosificación del ser humano que se comprende como un objeto de deseo y posesión. De allí que muchas parejas valoren sus vínculos por la “comparación” de placer y compatibilidad sexual, sea con otra persona o con su misma pareja, pero en períodos anteriores. Un comportamiento que desemboca en un deseo por mantener o intensificar ese placer usando toda clase de artificios, cirugías estéticas, prácticas sexuales extravagantes, aberraciones, etc.
Muchas pasiones desordenadas y patologías vinculares nacen de este paradigma y una errónea valorización de la sexualidad, cuya intimidad se degenera y se desvirtúa entre lo banal y seductor.
Lamentablemente, hay que decir que el biologismo aplicado al amor se propaga desde la industria del entretenimiento, sea por plataformas de búsqueda de pareja o por las redes sociales. La hipersexualización y la emocionalización del vínculo afectivo, representan una jugosa posibilidad para el negocio del deseo y para los comerciantes del placer.
Este biologismo no se diferencia mucho del psicologismo o del sociologismo. La antropología filosófica de sustento es muy parecida; quizá un poco más elaborada porque integra a la dimensión biológica, la psique y la cultura. La persona como un ego psicológico y social que sale de sí para obtener algo a cambio. Un ser acorazado que demanda auto satisfacción y negocia con otros para conseguirla.
Fuente de la confusión de que el amor es una “idea”, una ilusión subjetiva que se afana por crear lo agradable y lo placentero. El amor comprendido desde placer-displacer psicológico. Terreno de la auto percepción -no siempre ajustada a los hechos- de lo “que me gusta” de lo “que quiero”; de lo que me “beneficia” o, me resulta “útil”.
El amor atrapado en el mundo de los intereses personales y abordado como una transacción de necesidades psicológicas recíprocas. De allí, que muchas personas entiendan al amor como una mera estrategia de supervivencia que, por efectos de la cultura, se ha cristalizado en prácticas sociales como: el compromiso, el matrimonio, la familia o la comunidad.
Desde este reduccionismo se entiende que el amor es una decisión, una cuestión de motivación y de proyecciones del pensamiento. Pero ¿es el amor algo cognitivo? ¿decido amar? ¿tiene algo que ver mi voluntad, mis creencias y deseos psicológicos? ¿tengo que realizar algún esfuerzo lógico-racional para amar? ¿mi pensamiento puede provocarlo?
Evidentemente que el amor se puede manifestar a través de todos nuestros recursos cognitivos, pero no por ello, podemos decir que pertenece al reino del pensamiento.
Este paradigma trae muchas consecuencias en la vida en pareja como el crédito desmedido a las pruebas de personalidad, de compatibilidad, de estilos comunicativos o escalas de similitud. Las personas buscando la seguridad psíquica bajo el prisma de una alteridad subjetivada y orientada a la auto realización.
Vale resaltar que no se trata de negar la importancia de la compatibilidad como concepto, pues es evidente que, en la convivencia, el aspecto comportamental y la biografía de las personas impactan en el vínculo como factores protectores o de riesgo; pero no por ello, podemos concluir que el amor es cognitivo o de raíz meramente psicológica.
Para terminar este punto, vale subrayar las palabras de Frankl que al respecto del biologismo, del psicologismo y del sociologismo nos dice que “reducen al hombre no solo en toda una dimensión, sino que le resta, ni más ni menos, que la dimensión de lo específicamente humano…por el cual fenómenos específicamente humanos, con conciencia y amor, se reducen al nivel de fenómenos subhumanos.” (Frankl V. , 1994)
Un subhumanismo que provoca nihilismo y una pérdida de espontaneidad y de respuesta; es decir un golpe directo a la libertad y a la responsabilidad. Quizá la fuente de la pérdida de confianza en el compromiso, en el matrimonio y en la posibilidad de un amor perdurable.
Vale que el lector reflexione sobre su propia visión antropológica y se auto observe con prolijidad ¿somos una existencia biopsicosocial que está centrifugada a un núcleo de gravedad, llámese placer, deseo o apego; es decir somos seres impulsados y determinados por ese impulso? ¿Es el ser humano una mónada cerrada que convive con otras mónadas en procura de beneficio mutuo?
A modo de claves de reflexión, le propongo meditar sobre estas palabras de Levinas “El yo trascendental en su desnudez viene del despertar para y por otro (…) Esta experiencia llama a la apertura y a la verdadera salida de sí.” (Levinas,1995, pag.281). “…se manifiesta en el límite del ser y del no ser, como un dulce calor en que el ser se disipa en irradiación, desinviduándose y aliviándose de su propio ser, ya evanescencia y pasmo, huida a sí mismo seno de su manifestación. Y en esta huida el Otro es Otro” (Levinas, 2012).
Apertura de la conciencia que como nos dice Pablo Etchebehre nos ofrece acceso a la libertad como “un factum que no requiere de demostración sino solamente mostración “debemos dejar ser al ser de lo espiritual” (Etchebehere, 2011)
Si el lector ubica la trascendencia en su propia vida, observa cómo actúa su libertad ante los condicionamientos y cómo responde ante el amor, con seguridad advertirá esa tremenda apertura de su conciencia ante el amado/a. Una especie de multiplicación por cero, que da infinitamente la misma respuesta: cero. La enorme amplitud de un número real que no se puede dividir y puede transformarlo todo.
Luego de estas reflexiones, propongo al lector retomar la metáfora de la claridad, pues considero que la tarea más importante no es captar la luz sino observar los obstáculos que nos la impiden ver. A tal efecto, reflexionemos sobre una de las “vigas en el ojo propio” que, particularmente en nuestro tiempo, merece especial atención.
Me refiero al egocentrismo. Un padecimiento que, desde mi experiencia clínica, contagia y multiplica un psicologismo que nos vuelve objetos entre los objetos y nos resta nuestro dinamismo creativo.
Un padecimiento que levanta muros defensivos y se basa en mapas que no son el territorio; en explicaciones teóricas que distorsionan la existencia y que deforman la autenticidad y la originalidad de los seres humanos.
Una ceguera que se enrosca en la lógica del individualismo, de la competencia y del poder. Una manera de vincularse con el otro desde la medida y la cuantificación de lo mejor y lo peor; del mayor o menor aporte; del más y del menos. Es decir, mensurando lo inconmensurable.
En el fondo, una ineptitud de reconocer errores, sesgos y límites. Una absurda protección del autorretrato social; una torpe actitud que muchas veces proviene de heridas previas, experiencias obsoletas o de un miedo muy intenso a aceptar la vulnerabilidad y la inseguridad ante la vida.
Una forma de estar en el mundo rígida, cerrada y ensimismada que coloca al ser humano más cerca de la patología que de la salud, pues abunda en distorsiones, juicios errados, interpretaciones incoherentes y hasta ilógicas.
De este padecimiento, surge la convivencia como una lucha de poder, con los mismos matices que la codicia humana. Es decir, un sentimiento de escasez continua, de insuficiencia constante, de querer más y mejor; de reclamar jerarquía y aplicar la desconfianza y la estrategia en todo vínculo humano.
El amor abordado como un reclamo de atención individualizada y por merecimiento. Las consecuencias: imposición de estilos, formas, símbolos y signos sociales; descalificación y desvalorización del otro; escucha selectiva, interpretaciones sesgadas, violencia e incluso patologización del otro a propio beneficio.
¿la persona egocéntrica es capaz de amar? En mi criterio, el amor es más potente que el egocentrismo. De hecho, la didáctica del amor suele derribar el castillo de naipes del psicologismo. En mi práctica clínica, he sido testigo de muchísimos procesos de este tipo y puedo afirmar que el amor, como un estado del ser, provoca un descentramiento muy significativo.
¿Es un ideal o una creencia? Pues no. Implíquese y podrá advertirlo. Si bien la vida en pareja no está exenta de problemas egocéntricos, está llena de posibilidades de resolverlos. Cuando una persona ama, aunque defienda su ego con cientos de estrategias, terminará despertando ante la presencia del amado/a.
Es imposible que la persona en-amorada cosifique de modo consciente al amado/a y no reciba la respuesta del otro con contundencia. Quizá sus heridas previas, sus introyectos, sus mecanismos defensivos, sus hábitos mentales y todas esas “vigas en el ojo propio” le resulten obstáculos importantes a la hora de comprenderlo, pero si la persona realmente está en-amorada, esa fuerza enérgica del amor terminará por imponerse.
Y es que el llamado del “tú” demanda respuesta, insiste en la superación de la idea del otro en mí, escapa permanentemente de los deseos e imágenes propias. Evidentemente, dependerá de la humildad de los amantes para “volver a ver” y de la solidez que emerja desde el “entre”.
La didáctica del amor es más fuerte de lo que podemos comprender, quizá porque devela una inteligencia o sabiduría que no pertenece al reino del ego, pues nadie puede atribuírsela porque surge del vínculo y, por tanto, no admite el “mío”; y, sobre todo, porque la conciencia que surge del amor comprende la diferencia entre unión de individualidades y existencia en unidad.
Sin duda, el amor aclara la confusión humana entre objeto y persona. Cuando amamos advertimos la trascendencia y la libertad. No creamos cadenas, barrotes o cárceles para asegurarnos el vínculo; todo lo contrario, abrimos el mundo de la posibilidad y entendemos la diferencia entre seguridad y confianza. Una comprensión que desata una revolución interna pues se advierte que la vulnerabilidad y la incertidumbre son hechos de nuestra existencia.
Adicionalmente, el amor permite a los amantes comprender -por la vía negativa- que el amor no es deseo, ni placer, ni celos, ni posesión, complemento o apego. “devuelve la vista” a la facticidad, a la diversidad de lo único, inédito e irrepetible; pero también, al mundo de lo facultativo en el que todos podemos vislumbrar nuestra semejanza; es decir, el más profundo escenario del amor.
Un escenario donde los amantes advierten el amor desplegado en unidad y totalidad. Sienten el amor en su piel, en su psique, en sus miedos, en su biografía, en sus proyecciones temporales, en su libertad, en sus valores, etc. y es tal la totalidad que el amado/a le brinda, que es imposible aceptar la fragmentación.
Esta es una tremenda didáctica porque nos hace tomar consciencia de que no somos mensurables. Es decir, quizá en el tener y en el hacer podamos aplicar la medida de más, menos, mejor o peor, pero en el plano del ser y la existencia, sin duda, no es posible. El hommo amans no admite categorización, medida, cálculo, comparación o estratificación.
Adicionalmente, en la escena del amor, los amantes se dan cuenta de lo único e irrepetible de cada momento. Ni los objetivos ni las planificaciones, solo la espontaneidad y la autenticidad valen. Además, se “devuelve la vista” a la singularidad de la persona. No cabe el reemplazo o la sustitución.
El amor también nos coloca de frente a nuestra temporalidad. Es capaz de hacernos sentir la profundidad de un solo instante y acceder al sentido de la eternidad contenida en “siempre te amaré”. Un siempre que alude a la profundidad vertical del “ahora” más que a la linealidad o al rendimiento del tiempo.
Tal conciencia implica también advertir la aridez de comparar el pasado con el presente o con las expectativas de un futuro imaginado. Quizá uno de los impactos más potentes en la convivencia.
Por último, el amor devuelve la vista a la reciprocidad, no como consecuencia de la idea de justicia o de equidad, sino desde la gratitud de “poder ser recíproco” y de la gratuidad de “querer ser recíproco”. Un marco que reconcilia al ser humano con el encuentro sexual y la intimidad.
Vale la pena destacar que justamente en esa intimidad, la didáctica del amor acontece en los momentos de plenitud de sentido en los que se conjuga el para qué del amor y la vivencia de lo co-mún en la unidad.
Confieso al lector que, al aproximarme al amor de pareja, desde mi rol de terapeuta, he sentido la acción del amor “devolviendo la vista” a muchas personas. Quizá lo más impactante ha sido ser testigo de cómo el amor abre puertas insospechadas al ser humano y lo pone cara a cara con la semejanza y la responsabilidad ante la diferencia.
Si bien en este artículo he tratado sobre la didáctica del amor, desde el plano de la pareja, espero que el lector haya intuido que mi intención no es estancar el amor solamente en este plano. El amor es la fuente de la mayor de las inteligencias a las que puede acceder el ser humano, su sabiduría, disciplina y orden repercute en todos los planos vitales.
La existencia humana a oscuras (sin la luz del amor) se mueve en el paradigma del ego y el miedo. Un paradigma que ya hemos dicho que sobrevive desde la confusión persona-objeto. Una ceguera cultural que sostiene los síntomas de la patología social creada sobre el imperio del ego y la codicia; que nos mide por lo que tenemos, por lo que hacemos y por cómo lo hacemos; que nos evalúa y nos compara poniéndonos en actitud de lucha por sobrevivir en el campo del rendimiento máximo.
Una lógica que “reduce la vista” al ser humano pues convierte al miedo en el actor principal de nuestra vida y, al mismo tiempo, lo coloca como estrategia eficaz de persuasión. Miedo de no pertenecer, miedo de no poder, de no lograr y hasta de no ser. Altas barreras que ocultan la claridad y no permiten que el amor se manifieste en este mundo.
Hay que decirlo con firmeza. Nuestra cultura promueve la ceguera y menosprecia al amor. Ha creado artilugios para sostener una sociedad basada en el rendimiento y una riqueza empobrecida de valores. Sin embargo, no ha podido ni puede derribar la acción enérgica del amor y su corriente rebelde y creadora.
Seguimos deteniéndonos ante ese “tu” especial, único e irrepetible. Seguimos abriendo nuestro corazón, dispuestos y disponibles a asumir la tarea con coraje y creatividad. Como dice Tagore “Si no puedo hacerlo a través de una puerta, voy a ir a través de otra puerta, o voy a hacer una puerta nueva”
Aún confiamos en que el amor lo vence todo. Aún nos atrae la gratuidad de la compasión, de la colaboración, de la empatía. Buscamos fervientemente confiar en los demás, cuidar y ser cuidados. Aún anhelamos esa profunda necesidad de vivir la unidad y la comun-idad sin necesidad de dividirnos o de luchar entre nosotros.
El amor acontece siempre asequible para quién esté dispuesto a sacarse las “vigas del ojo propio”. Proviene de nuestro interior y no requiere de teorías, expertos, gurús o conocimientos ajenos. No tiene un propósito cognitivo pues le basta su tremenda significación existencial. Su llamado radical es hacia la trascendencia y su manifestación sigue resultándonos inexplicable.
Quizá el amor sea justamente eso: lo que no requiere ser explicado porque basta por sí mismo y trasciende al nombre e incluso al sujeto que lo nombra.
Bibliografía
Etchebehere, P. (2011). El Espíritu desde Viktor Frankl. Buenos Aires: Agape.
Frankl, V. (1994). La voluntad de sentido. Barcelona: Herder.
Frankl, V. (1997). Psicoanálisis y existencialismo. México: Editorial FCE.
Frankl, V. (2001). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.
Heidegger, M. (1996). Qué es metafísica? y otros Ensayos. Buenos Aires: Fausto.
Heidegger, M. (2001). Introducción a la filosofía. Valencia: Frónesis.
Levinas, E. (2012). Totalidad e infinito. Salamanca: Ediciones Sígueme.