Siguiendo nuestras reflexiones sobre la encíclica Fratelli Tutti y terminando el capítulo segundo, el Papa Francisco nos invita a reflexionar sobre la actitud compasiva del samaritano, subrayando que éste no buscó ningún tipo de reconocimiento. De hecho, ni siquiera pidió un gesto de gratitud del hombre herido al que recogió en el camino pues lo dejó en un alojamiento y pagando por adelantado, se fue sabiendo que lo más probable es que no lo volvería a ver.
Sin duda, este comportamiento es poco usual en nuestros tiempos. Estamos en una cultura en donde todo pasa por el concepto de utilidad. Hacemos algo, frecuentemente para recibir algo a cambio. La cultura propaga la idea de que nada debe ser gratuito. Nuestra vida se desenvuelve en un gran mercado. Pagamos para conseguir seguridad, tranquilidad; pagamos por el agua y el espacio que ocupamos; pagamos por el saber y el conocer; pagamos incluso por hacer deporte y hasta por entretenernos.
Nada es gratuito, todo debe tener un precio, llámese dinero, contra prestación, devolución emocional, social, sentimental, etc. Hacer algo sin esperar nada a cambio es casi inconcebible para una cultura basada en la utilidad. Esta práctica, a veces, contamina todo lo humano, propagando la idea de que “todo es pagable” y, por tanto, “todo es vendible”.
Es una idea falaz y muy peligrosa. Desde tal idea progresa la corrupción en todas sus manifestaciones, entendiendo a la corrupción tal como lo define el diccionario de la RAE: “Vicio o abuso introducido en las cosas no materiales”.
Para que nos quede claro esa corrupción, ese “vicio o abuso”, pensemos en realidades como el amor o la fe.
Hay que decir que ambas expresiones han despertado el interés del mercado y, actualmente, reportan millones de dólares en ganancias para cientos de empresas. Para que esto ocurra, el amor ha sido sometido al “vicio y abuso” del ser humano y ha sido corrompido por completo al confundirlo con la necesidad de apego o con el sexo. Desde tal corrupción, ese pseudoamor se vende y se compra, se negocia en la Bolsa y en el mercado. Ocurre en empresas de venta de implementos sexuales, de búsqueda de pareja, de producción de reality shows, de “arriendos” de pareja, de la industria de la pornografía, etc.
Con la fe, pasa otro tanto. Lamentablemente conocemos de muchos casos en los que la fe se ha convertido en una empresa rentable a mano de verdaderos emporios o de personas sin escrúpulos que han vendido el cielo, la paz, la salud, la santidad, etc. Corrompiendo, viciando y abusando de la noción de fe.
Como podemos ver, la mentalidad mercantil corrompe incluso las verdades más humanas y profundas de nuestra existencia, convirtiéndolas en objetos, en cosas, en ofertas y ganancias.
La actitud del samaritano nos coloca directamente ante esta realidad. Jesús nos relata con precisión lo que desea que comprendamos: la gratuidad.
¿Por qué no parece importarle al samaritano, recibir un reconocimiento como pago de su buena acción? ¿Por qué no deja su dirección para que le paguen lo que ha gastado? ¿Por qué no publica su acción para que lo veneren o lo aplaudan? La respuesta es obvia. Porque el buen samaritano no actúa desde la corrupción, sino que actúa desde la Verdad.
La compasión del buen samaritano no brota del ego o de la necesidad de recompensa; brota de la conciencia del amor que siente por el Dios en el que cree. No hay necesidad de recompensa o de reconocimiento social porque no está en la lógica del mercado.
El amor y la fe, desde el punto de vista mercantil son totalmente inútiles. No valen para nada porque no reportan beneficios materiales, emocionales o intelectuales que se puedan vender y comprar. La fe y el amor están fuera de la lógica del mercado. Tampoco son comportamientos que, por sí mismos, busquen ganar el cielo, la protección especial de Dios o la garantía de recibir favores divinos. Dios no es un vendedor de bienestar o un regalador de deseos. Dios no está dentro de la lógica del mercado y de las transacciones. La fe no es una prestación para obtener los servicios de Dios.
Reflexionemos sobre ello porque la gratuidad es una clave central a la hora de no corromper lo más profundo y bello que tenemos. Recordemos estas palabras de Jesús: “Pero tú, cuando le des a alguien que pasa necesidad, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mateo 6, 3); y, “Antes bien, cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte. (Lucas 14, 14).
Aprendamos a conjugar el amor y la fe en el Reino de los cielos y no en el Reino del mercado.