El Poder Internacional

Publicado revista MCLE Zürich

Las noticias internacionales de las últimas semanas respecto de la guerra en Ucrania y las nuevas visiones geopolíticas resultan un escenario muy adecuado para entender con mayor profundidad y concreción este apartado de la encíclica Fratelli Tutti.

Hay que decir que estamos siendo testigos de un enorme error de comprensión sobre lo que es el poder internacional, cuyas consecuencias, si no lo paramos a tiempo, multiplicarán heridas en el corazón humano y propagarán equívocos nefastos y tremendamente peligrosos para toda la humanidad. Me refiero al error de concebir el poder internacional como el dominio de los más fuertes sobre los más débiles o como un juego de cartas en las que dominan los intereses económicos y comerciales.

El poder internacional no es solamente un tema de líderes y tratados, es una cuestión ética basada en valores universales y que tocan directamente al corazón de nuestra humanidad compartida. Las estructuras globales y sus líderes o responden a esa ética o simplemente son la corrupción de aquello. El poder internacional no puede estar asentado en los desvaríos de uno u otro líder, de un grupo o de otro y tampoco del interés económico de corporaciones internacionales.

Si los tratados, las leyes o las prácticas políticas son manoseadas por grupos de élite para imponerse o para acrecentar sus ambiciones, entonces toda la visión de política internacional está siendo corrompida desde sus propios fundamentos. ¿Qué fuerza corrupta está detrás? Claramente el egoísmo y su consecuencia más nefasta: el egocentrismo ya sea que se manifieste a nivel personal, nacional, organizacional o grupal.

El egocentrismo es la ceguera mayor del ser humano, la negación de nuestra humanidad compartida, la fuente de la ambición desmedida, de la violencia del más fuerte, de la corrupción del lenguaje, de la negación del bien común, de la impostura ante el sufrimiento humano, de la falta de empatía, de la arrogancia, de la codicia por los bienes ajenos, de comportamientos soberbios y del dominio humillante a los más débiles.  Una especie de psicopatía normalizada que, aunque se revista de frases supuestamente razonables inocula el veneno de la ignorancia de quiénes somos, para qué estamos aquí y, sobre todo, de nuestra dignidad compartida.

Tenemos que regresar a la comprensión correcta de lo que es el poder internacional, es decir comprenderlo desde la unión y desde la cooperación independiente e igualitaria de las naciones, asentadas en normas claras, tratados multinacionales, acuerdos bilaterales y mesas de diálogo.  

Como dice el papa Francisco, se requiere de una “autoridad mundial regulada por el derecho” que no dependa de los líderes de turno, sino de una agenda global en la que la dignidad humana sea el centro y la cooperación el modo de gestión. Una verdadera autoridad colegiada que fortalezca lo local sin divisiones, y lo global sin imponer uniformidad. 

Y como he referido en otros artículos, esta posibilidad no debe ser asumida como “utópica” o inalcanzable pues justamente por esa mentalidad desesperanzada y resignada es que muchas veces, elegimos líderes que no poseen la inteligencia suficiente para comprender el bien común.

Todos somos protagonistas de la transformación. La sociedad civil es la semilla de todo cambio. Evidentemente los resultados no se pueden ver inmediatamente o en unas semanas, meses o años; de hecho, quizá hasta requieran generaciones enteras hasta que ocurra, pero esto no nos exime de la responsabilidad de hacerlo.

Como dijo el filósofo Paul Ricoeur “la poesía de la acción colectiva” es el verdadero germen de la transformación social. En palabras más cercanas a nuestra fe sería: “la poesía de la acción de los buenos samaritanos” que, ante las crisis culturales, se levantan como modelos de ética.   

La caridad, la compasión y el amor no son verdades pasivas, son verbos activos, transitivos y muy potentes porque además de tener el poder de la transformación, poseen la comprensión de lo que es correcto y de lo que no lo es. Como decía San Agustín: “La esperanza tiene dos hijos: el coraje y la indignación”. Coraje para no caer en la desolación e indignación ante los errores que normalizan los errores del egocentrismo humano.

Vale siempre tener en cuenta las palabras del profeta Miqueas: “Él te ha mostrado, oh mortal, ¡lo que es bueno! ¿Y qué es lo que espera de ti el Señor?: practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente ante tu Dios” (Miqueas 6:8-12).  

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