Publicado en Boletín mensual de la MCLE-Zürich
Siguiendo la reflexión del capítulo cuarto de la exhortación del Papa Francisco en Amoris Letitia, vamos a adentrarnos en la primera afirmación del Himno a la caridad escrito por San Pablo.
Es muy sugestivo que inicie su himno con esta frase: “El amor es paciente”. Lo digo porque la paciencia es una de las actitudes más adecuadas para disponernos a la comprensión de los demás y del mundo.
La paciencia implica serenidad y la serenidad evoca un comportamiento que dialoga con la vida en vez de discutir con ella. Además, la serenidad implica amistad con el tiempo y no lo concibe como si fuese una especie de enemigo a vencer.
Resulta evidente que, al correr por la vida, desenfocamos en los detalles y nos orientamos solamente en la meta. Por ejemplo, cuando vamos apresurados al trabajo, seguramente dejamos de percibir muchas cosas a nuestro alrededor e incluso, llevados por la prisa, olvidamos saludar, despedirnos, etc. Cuando el tiempo nos aprieta hasta respiramos inadecuadamente, dejamos de disfrutar la comida, de mirar los paisajes, de asombrarnos por lo nuevo de cada día, etc.
Alguna vez escuché a una psiquiatra afirmar que, en la actualidad, estamos envenenados con la hormona del estrés y creo que no exagera. La mayoría de las personas vive en la prisa, apretada por el tiempo e impaciente. Una situación que repercute en la salud, en la manera de relacionarse con los demás y con la propia vida.
No hay que olvidar que el estrés es una de las causas más frecuentes de muchas de las enfermedades modernas como la depresión, la ansiedad, la debilidad cardiorrespiratoria, el burnout o cansancio laboral, etc. Pero quizá el problema más importante no solo es de índole personal sino vincular; es decir, que afecta a la persona pero también a todos los que lo rodean.
El estrés nos reduce la capacidad de atención y nos puede conducir a una especie de ceguera ante nuestros vínculos. Podemos olvidar de compartir momentos preciosos e irrepetibles con nuestros hijos por estar pendientes de no “perder el tiempo”.
La vida pasa veloz y quizá en el afán de controlar esa velocidad, se teje una idea de que hay que ganar tiempo al tiempo. ¿Cómo? Paradójicamente llenándolo de actividades. Hay miles de personas que están tan ocupadas que viven presas del calendario y del reloj. Son tan nerviosas ante el tiempo, que en sus horas “libres” también se estresan.
Incluso las vacaciones -que se suponen que son para descansar- se convierten en episodios estresantes: conocer lo máximo posible en corto tiempo.
Algo similar ocurre con los estudios, con el trabajo y hasta con los hobbies. Acumular en el menor tiempo posible experiencias es sinónimo de “ganar tiempo”.
Es fácil darnos cuenta que estamos en la cultura de la prisa y, por tanto, la paciencia no es un práctica habitual. Somos parte de una generación de impacientes. Impacientes por vivir. Impacientes por lograr éxito. Impacientes por lo nuevo.
Quizá un contagio que proviene de nuestro desarrollo tecnológico y que hemos extrapolado a la vida diaria. Un desarrollo vertiginoso que renueva todo con una rapidez increíble. Apenas y conocemos un aparato electrónico, éste es superado por una versión mejorada y queda muy pronto obsoleto.
Ser paciente no está de moda. De hecho, la lentitud es vista como inutilidad y la prisa como éxito. Algo que quizá tiene que ver con el desprecio por las personas que no pueden rendir velozmente (ancianos, discapacitados, dolientes, etc.).
Imagino que todos hemos sido testigos de escenas de impaciencia. Por ejemplo, cuando un anciano busca en su portamonedas el dinero para pagar la compra o cuando una madre con su hijo no puede llevar el ritmo de la multitud. Hay muchas personas que se molestan ante las personas con ritmo lento y lo hacen evidente por medio de palabras o gestos.
Es paradójico que pensemos que somos parte de una sociedad de bienestar, justamente cuando la prisa y la impaciencia se expresan en sensaciones de enojo, malestar y nerviosismo constante.
En contraste, la paciencia nos ofrece la posibilidad de vivir el tiempo sin prisa y sin miedo. La paciencia nos regala la posibilidad de entender nuestro propio ritmo y el ritmo de los demás y nos enseña a respetar las diferencias. Cuando somos pacientes, estamos atentos a cada detalle y, por tanto, atentos a los regalos de la vida.
La paciencia nos calla la ira, la frustración, la impotencia y el enojo; pero, sobre todo, la paciencia nos encuentra con la serenidad. Un comportamiento que habla de la capacidad de tolerar, atravesar y/o soportar una determinada situación sin experimentar estrés.
¿Cómo concretar la paciencia y la serenidad? Creo que, si ponemos en práctica la plegaria atribuida al teólogo y filósofo, Reinhold Niebuhr, aprenderemos a comprender a qué se refiere San Pablo cuando habla del amor y su relación con la paciencia.
Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.