Bidhaan nació en Somalia, enfermero, con 32 años, esposo y padre de dos pequeñas de 4 y 6 a las que no ve hace 11 meses. Saca un portamonedas colorido de tono brillante y me enseña las fotos familiares; las desdobla cuidadosamente y habla de ellas con orgullo. Literalmente las acaricia con su mirada mientras me cuenta cómo es la vida, el paisaje y el clima de su pueblo. Quizá por esa complicidad que compartimos los migrantes, no tarda en relatarme sus razones para buscar refugio en Europa.
– Tenemos miedo todo el tiempo, sabemos que nuestras vidas corren peligro cada día. Lo peor es ver que nuestros hijos crecen sin posibilidad de cambiar de vida. Pero ¿a quién le importa? –
Mientras continúa me hace eco su pregunta, quizá es porque cuando la expresa, sus enormes ojos negros caen en un abismo de tristeza y avanzo a sentir cierta rabia en el tono de su voz. Bidhann lo advierte. Su rostro joven adquiere una mirada de viejo y aunque aprieta nervioso los periódicos que abultan sus bolsillos, su narración se vuelve detallada y tremendamente emocional.
En medio de un enorme esfuerzo por comprendernos, Bidhaan me pone cara a cara con la realidad de los refugiados somalíes en Europa. La crudeza de su relato me sumerge en lo profundo de su pregunta.
¿De verdad, le importa a alguien?
¡Vaya pregunta! Sé que miles de personas se la hacen por todo el mundo. La sola pregunta es un síntoma de la honda neurosis colectiva que padecemos, pues si nos ha dejado de importar lo humano del “otro”, es que tenemos trastornada la conciencia de humanidad compartida. ¿Cómo ha ocurrido?
Definitivamente la era del rendimiento nos ha calado profundo. El paradigma individualista y perverso del capital por sobre la persona, ha desembocado en un padecimiento global. Apenas empezamos a sentir sus consecuencias. La crisis migratoria es apenas un síntoma. Padecemos de pobreza y padecemos de riqueza. Padecemos del síndrome de escasez y de acumulación. Padecemos de desigualdad. Padecemos de miedo por perder lo que tenemos y de miedo por no tener. Padecemos de la apatía que suele disponernos a una esperanza mal entendida que mira al futuro y desenfoca al presente.
Los pobres no solamente sufren la exclusión y la violencia de un poder cada vez más encubierto, sino que sufren el miedo de perder hasta su dignidad. Por otro lado, los ricos sufren el síndrome de la codicia y la angustia de perder sus privilegios. Y es un padecimiento contagioso para las clases medias de todo el planeta. El miedo a “perder” al girar la moneda se transforma en “deseo de tener”.
La violencia de esta mentalidad nos advierte de una división humana sin parangón en la historia. Ya en enero del 2017 (Davos) insistía OXFAM sobre las cifras obscenas de los últimos años que señalan que los ingresos del 10 por ciento más pobre de la población mundial aumentaron en menos de tres dólares por año mientras los del 10 por ciento más rico se multiplico 182 veces.
Bidhaan hace la pregunta correcta. ¿A quién le importa? Quizá es momento de regresar a la noción más básica e implicada de esta pregunta. Quizá para responderla no es necesaria tanta teoría y explicación sobre el fenómeno migratorio, que hay que decirlo, poco o nada ha resuelto y a cambio ha servido para abultar discursos.
¿Ese “quién” son los gobiernos, las organizaciones internacionales, los partidos políticos, la sociedad de cada nación o somos nosotros? ¿Usted y yo?
A veces, por una especie de malabarismo psíquico, las personas esquivamos la responsabilidad proyectando en comunidades “abstractas” nuestro propio compromiso. Pero ¿quién hace la sociedad? ¿Acaso esas entidades tienen vida propia? ¿Si las personas que trabajan allí se van, qué queda? ¿Sus edificios enormes, sus documentos, su web en el internet? El hecho de que las entidades tengan “personería jurídica” y, a veces, tengan más derechos que las mismas personas, no las convierte en seres humanos.
¿Estamos tan absorbidos por la era de los “likes” que evitamos ver la falta de sensatez, estética y ética que recorre en el mundo? ¿Quizá es más cómodo? Mientras en occidente crece el entretenimiento entre aplicaciones, youtubers, coach personales, juegos de pantalla y una tecnología para la evasión, millones de personas en el mundo viven lo que Bidhaan llama “la horrible sensación de no tener opción”. Una sensación que a él y a muchas familias les ha puesto a merced de las perversas mafias de la inmigración.
Los tejidos sociales “oscuros” trenzan fuertemente sus puntadas y los tejidos del poder hacen otro tanto y no precisamente para acoger y cuidar a la humanidad. Bidhaan como muchos migrantes, conoce que a los traficantes de personas nada les importa, pero también conoce el olor de la quema de basura que viene de los países del norte, la explotación de las multinacionales extranjeras. Conoce la violencia del capital que llega desde los países desarrollados a los que tampoco parece importarles nada más allá de sus intereses.
La insensatez humana pasea por nuestro bello planeta azul y, hay que decir que con ella, crece la creencia de que nada podemos hacer. Un “nada” que más parece una desesperanza asimilada. Una consecuencia que oculta la mayor violencia del poder: la que configura el futuro de la mayoría a conveniencia de unos pocos. Una violencia que se interioriza dentro de la ficción moderna de libertad y que quizá responde, en parte, a la pregunta de Bidhaan.
Bidhaan, por medio de su relato, me ha puesto cara a cara con tal insensatez. Entre sus tonos y pausas comprendí lo que significa que 20 personas por minuto se vean obligadas a huir de sus hogares y buscar protección en otro lugar y que la UE haya gastado casi 2.000 millones de euros en vallas, sistemas de vigilancia y patrullas terrestres o marítimas.
En su narración entendí que la migración económica si bien implica una búsqueda de bienestar, también encierra la respuesta al malestar creado por una sociedad egoísta. Comprendí que la definición del estatus de «refugiado» es política y emerge desde un poder que decide quién lo merece y quién no. Comprendí que más allá de las teorías, detrás de cada historia hay un ser humano como yo.
Al final de su relato, entendí que nuestro padecimiento global, primero debe ser desmantelado en cada uno de nosotros. Que debemos estar atentos con nuestras actitudes ante los demás para que no generen o empeoren los mismos problemas que intentamos evitar como el temor a lo distinto, la xenofobia o la exclusión.
Pero también advertí que, si bien la insensatez humana hace sus estragos, también existen miles de personas sensatas que expresan solidaridad y hacen voz y tarea en favor de una globalización sin desigualdad. Y que esa sensatez debe convocarnos no para recuperar o confirmar lo obvio; lo que nunca hemos perdido porque siempre ha sido y es nuestro: la dignidad compartida sino para contagiarnos unos a otros, tejiendo una comunidad de cuidado.
Al final de nuestra conversación solo podía sentir gratitud por Bidhaan. No fue una conversación que se centró en la historia desgarradora o sobre expositiva de su intimidad (de lo que muchas veces se aprovecha la prensa) simplemente fue un encuentro entre dos personas con características de migración diferentes, pero que se dieron cuenta que son hondamente semejantes.
Su sonrisa puso punto final a nuestra conversación. Nuestro esfuerzo por comunicarnos desde un alemán básico nos dejó agotados. Ambos nos miramos y luego de una larga pausa, él dejó caer el periódico que había retorcido durante todo el diálogo y me miró con atención.
Puse todo mi sentir en cada palabra. Sentí que lo dije a nombre y en representación de la mayoría de la humanidad.
-Bidhaan, yo sé a quién le importa lo que pasa en tu país y todo lo que has contado-
Me importa a mí.