Al aproximarnos al final de la encíclica Fratelli Tutti, en su capítulo séptimo, nos encontramos con este título tan sugerente como provocador.
Dos palabras marcan el tono: reencontrarnos y recomenzar. Resulta significativo que ambas compartan el prefijo “re”, el cual, en este contexto, no es una mera partícula lingüística, sino un llamado directo a la reflexión sobre lo perdido, lo extraviado o lo reducido.
Reencontrarnos, recomenzar, reconciliarnos, renacer… todas estas palabras brotan del reconocimiento de una pérdida. No se trata de regresar nostálgicamente al pasado, como quien intenta revivir lo que ya no puede ser, sino de mantener viva la conciencia de que hay algo valioso que debe ser recuperado.
Quien recomienza no borra lo sucedido, sino que integra las vivencias del pasado como parte de un nuevo inicio. En este sentido, el “re” no invita a retroceder, sino a volver al origen para seguir adelante, sin olvidar la verdad. Así lo vivieron el hijo pródigo y Pedro, al negar a Jesús: ambos reconocieron su error y, desde esa conciencia, pudieron reanudar su camino.
Partamos de una verdad evidente: los seres humanos somos seres de encuentro.
Todos tenemos, como parte de nuestra naturaleza psíquica y emocional, la necesidad de vivir encuentros genuinos y profundos. Numerosas investigaciones sobre salud mental y bienestar lo confirman: las personas que mantienen vínculos auténticos y comparten un sentido de comunidad gozan de mayor salud física, mejor disposición ante la vida, más resiliencia y mayor estabilidad emocional.
En este contexto, resulta paradójico que, sabiendo esta realidad, el estilo de vida imperante no promueva el encuentro humano, e incluso lo coloque en una especie de “riesgo” que hay que evitar.
Una cultura basada en el individualismo, la autosuficiencia, la competencia y un consumismo centrado en el placer inmediato extravía inevitablemente la riqueza del encuentro genuino.
Y es que cada vez que nos abrimos a otro, algo nos toca, nos mueve, nos conmueve, nos transforma, nos interpela.
En una cultura que cosifica al otro, lo instrumentaliza y lo convierte en medio para fines personales o colectivos, el encuentro auténtico parece un riesgo.
Si el “yo” debe mantenerse en su pedestal, resulta lógico evitar que alguien lo confronte o derribe su imperio egocéntrico.
Si el “imperio ideológico” ha de preservarse, se evita el encuentro entre las personas, pues podría ser el germen de una subversión interior y social.
Para agravar esta situación, vivimos en una cultura que ha desplazado el encuentro al mundo digital, donde los vínculos se construyen a base de pantallas, mensajes y apariencias. Incluso hemos creado plataformas para “facilitar” el encuentro —de pareja, de amistad, de afinidad—, pero cabe preguntarse con honestidad: ¿realmente lo ha hecho?
Debemos replantearnos todo esto, porque lo que está en juego es fundamental: gracias al encuentro humano, la sociedad existe. Fue el diálogo entre personas lo que dio forma a la vida social, a los lenguajes, acuerdos, costumbres y valores compartidos.
Todo lo que hoy llamamos civilización nace del encuentro.
Por esta razón, la desvalorización o trivialización del encuentro humano resulta profundamente peligrosa.
Si no recuperamos la confianza en que vale la pena encontrarnos con el otro, abrirnos a él y reconocerlo como digno compañero de camino, jamás podremos captar la profundidad de la verdad que nos une.
No se trata únicamente de buscar intimidad o amistad; se trata de reconocimiento. El otro, como un espejo, nos recuerda quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser. En esa reciprocidad nace la oportunidad de responder a las grandes preguntas de la existencia: ¿quiénes somos?, ¿qué verdades nos unen?, ¿cuál es el sentido de nuestra vida compartida?
Solo cuando somos capaces de abrirnos al otro —escuchar, dialogar, mirar más allá de las diferencias—, podemos caminar juntos hacia la verdad, entendida no como propiedad de alguien, sino como un horizonte común y compartido.
Necesitamos recobrar el sentido del encuentro para reencontrarnos. Necesitamos recuperar la confianza en el aprendizaje mutuo. Y, sobre todo, necesitamos buscar juntos una verdad que nos una, nos convoque, nos reconozca y nos incluya a todos, sin excepción.
Quizá, cuando logremos vivir esa comunión auténtica, donde nadie quede fuera, la Verdad se revele con claridad.
Y como dijo Jesús, en esa verdad encontraremos, por fin, la libertad.